LA CANCIÓN DEL PARIA

"... y siempre voy vagando... y si algún día siente, mi espíritu, apagarse la fe que lo alumbró, sabré morir de angustia, más, sin doblar la frente, sabré matar mi alma... pero arrastrarla no" (O. Fernández Ríos)

jueves, 20 de octubre de 2016

UN SIGLO DE MI FÚTBOL - Liga de Fútbol de Mercedes, Soriano.

Publicado en libro "100 Años Liga Dptal. de Fútbol de Soriano", pág. 13, editado en 2009 en el año del centenario.

UN SIGLO DE MI FÚTBOL



Viejas fotos en blanco y negrísimo, de camisetas camisas con botones o piolas sobre el pecho. Pantalones largos angostos hasta la rodilla y bigotes de la época de algunos jugadores que más mayores parecen, en contraste con su real juventud.
Pelotas que hasta en fotos pesadas parecen y las gorras de antaño, las canchas y los “fields” incluso hoy inexistentes. Hinchadas de todas las épocas en una pasión futbolera de un siglo de vida, amores y tristezas, pasiones y descensos, copas de victoria o derrotas infames. Amigos de aquí o del barrio de más allá, pioneros en fundaciones y escindidos otros para nuevas vidas dar, amantes de famosos equipos para nombres y colores perdurables. Fundadores, los primeros jugadores, el primer partido, la primer copa, la sede, la cancha, aquellos pioneros dirigentes de ocasionales aventuras que hoy identifican a barrios enteros cobijados en igual color.




























Multiplicar, por cuántos dirigentes multiplicar cada club, por cuántos jugadores multiplicar cada enseña, por cuántos entrenadores, ayudantes, masajistas, equipiers, delegados, árbitros, dirigentes y funcionarios de la decana Liga. ¡Cuántos hinchas a multiplicar por 100 años!

La virtud del mercedario está a la vuelta de la esquina, privilegio invalorable del hincha es ir a la cancha igual caminando, mirar de reojo la ceremonia en vestuarios, alentar cariñosamente mientras el equipo calienta músculos y dar un grito apenas sale la primer camiseta, ubicarse nerviosamente detrás de las redes del arco para invitar a la pelota en mágico imán a colarse entre tres palos, colgarse de algún alambrado para gritar el gol y tener el privilegio irrepetible de abrazar o tocar al goleador apenas lograda la conquista.
La virtud es poder ir a la sede, saborear los preliminares de la gran contienda, reencontrarse con viejos amigos y discutir, profetizar resultados, integraciones, cambios o lugares de juego para nuestros defensores, que son nuestros vecinos, amigos, hermanos e hijos también que en tarde mercedaria protagonizarán la fiesta máxima del fútbol.
Los vecinos de la tranquila ciudad humeña gozan de un fenómeno social multiplicado por cien. Sufrirán cada partido aún en la victoria y anhelarán el triunfo, se ilusionarán con la vuelta olímpica y caravana triunfal que paseará orgullosamente los colores en un soñado saludo con sus clubes hermanos.

Más tarde el verano continuará alimentando sensaciones porque después del fútbol, más fútbol se prepara. Los gloriosos elegidos se unirán en el mismo uniforme tricolor y así al sol y calor del diciembre de fiesta y playa, harán correr aún más todavía sus piernas por un nuevo desafío que espera.
Un desafío irrepetible. La ilusión de vestir una enseña blanca, entre azul y rojo color. La mágica noche de verano en donde las diferencias no están. ¡Todas las camisetas se funden en una sola tricolor!
Con las inolvidables caravanas de festejo, los más caros recuerdos de nuestra historia futbolera, desempolvando todos los años, desde los gloriosos 20 hasta los recientes brillos del nuevo siglo. Fotos de leyenda que lucen cada día mejor colgadas donde estén. Triunfos de una historia para aumentar el sentimiento chaná.
Difícil recrear en unas pocas líneas 100 años de historia. Tal cual lo repiten hasta el cansancio todos los protagonistas del fútbol, son historias que no se pueden contar, sólo sentir.


Hemos de multiplicar por cien todo acto de emoción. Toda vez que un botija se metió en los vestuarios y esperó con ansiedad que se le alcanzara la camiseta del club. Igual vieja y desgastada, igual usada por otras generaciones o con algún cosido apurado. No importa. El ritual para todos es el mismo. Esa sensación irrepetible de taparse el pecho con los colores queridos vale igual para cualquier división y aunque la cancha desierta esté.
Hemos de multiplicar por cien por los muchos que pudieron quedar por el camino, luchadores por instinto natural en el intento de llegar a saborear esos minutos de gloria, destinados a cualquier cancha, cualquier hora, en el frío intenso de una mañana invernal o apenas pasado el mediodía. La sensación de ponerse los zapatos caídos de una bolsa y salir a la cancha imaginando la gloria suprema de estadios repletos y pendientes del esfuerzo.
Hemos de multiplicar por cien a los héroes anónimos que han contribuido a engrandecer la decana Liga Oriental, como hemos de multiplicar por cien a aquellos que la historia regaló con una foto o unas letras de títulos imborrables en la eternidad, de municipales estadios llenos de veranos litorales y jóvenes privilegiados por haber defendido una prenda codiciada, querida, anhelada y cuántas veces negada para otros.
Un siglo que, como el más puro elixir, concentrado está en la calle Ituzaingó. Guía conductora de una pasión a multiplicar por cien. Hábil cerebro de una conducta integradora de magnitud incomparable en la sociedad mercedaria.
Porque la Liga de fútbol es mucho más que fútbol y se la evocará siempre más allá del propio deporte. De allí su grandeza.

Hace cien años que venimos pateando una pelota, empujándola con el corazón. Llevamos un siglo gambeteando, intentando un cañito o buscando el chanfle perfecto de la zurda vaga. Llevamos cien años mordiendo en cualquier rincón de la cancha, subiendo en cada córner, sacándola del ángulo, devolviendo paredes, evitando mirar un penal, presionando al rival o socorriendo al compañero. Con el fútbol, dicen los resultados, más se pierde y menos veces se gana. El hincha fiel siempre gana. Su pasión es el alimento de su espíritu y sus colores son columna vertebral de su vida.

Hace cien años amaneció, esperábamos el sol pero salió el balón, desde ese mismo origen marcando el tiempo, dejando huella. Cien años rendidos a la pelota. Cien años escapando para la cancha, esperando el dominguero día radiante, dribleando la mesa familiar. Es que uno, enamorado de las vivencias de la pelota y la camiseta, siempre rumbea para la cancha. Como sea, cuando sea, para la cancha. ¡Cómo no ir!, si nos está esperando.

Imaginemos un siglo sin días futboleros, sin camisetas, sedes ni caravanas. Imaginemos un siglo de vida sin fútbol mercedario.
Hoy, que las nieves del tiempo han plateado la historia del fútbol chaná, valdrá la pena entonces multiplicar por cien toda esta bendita historia y todo nuestro amor por tan hermosos años del fútbol de alambrado.

La decana Liga Oriental sigue adelante, mirando de reojo sus recuerdos.

Cumple un siglo de vida, o diez décadas de gloria, o cien años de señorío, o miles y miles de asombrosas sensaciones. Integrando barrios, educando botijas, guiando espíritus deportivos, paseando orgullosa el nombre de la tierra sorianense. La tierra donde nació el mejor fútbol.

Federico Marotta

lunes, 3 de octubre de 2016

RAMÓN - "Pochila" "Pulpo"

Relato dedicado a Ramón Waldemar Damborenea Gutiérrez "Pochila" o "Pulpo", escrito en 2002. Publicado en el libro "Cartas" (2009), Editorial Entrega 2000.

Ramón, 50 y algo años de vida y más de cuatrocientas poesías almacenadas en su memoria. Estudió electricidad y ahora recibe una pensión estatal. En el umbral de su juventud su vida cambió para siempre. Se volvió loco. Por eso lo inyectan mes a mes.
En su temprana edad un clima político violento se instaló en su país. En esos tiempos Ramón vagaba entre cordura y locura, pero comprendió, de un modo brutal y exacto, el alto significado de la libertad. A partir de entonces admitió su locura, pero marcó su vida el deseo de ser libre.

Su mundo se tornó complicado. Además debieron internarlo en un centro de recuperación, de compañeros locos e inyecciones tranquilizadoras. Entonces entraba en pánico, sentía temor de pertenecer a un mundo para él imbécil. Quería escapar a todas las cadenas y no podía. A medida del paso de las semanas iba comprendiendo aún más su enorme amor a la libertad. A ser loco sí, pero libre, vivo.

Tiempo más tarde dejó atrás las puertas del internado. Su hogar lo recibió nuevamente, en donde por ese tiempo vivía su madre junto a otros hermanos. Se dedicó de lleno a la lectura y comenzó a memorizar más y más poesías, a descubrir nuevos autores. También comenzó a participar en reuniones benéficas y peñas folclóricas. Allí estaba. Unas veces presentado en escenario vestido a la usanza de un hombre de campo y otras tal cual lo encontraba la ocasión.
Recitaba con voz poderosa y clara. Poseía un dominio excepcional de la pausa y volvía mágica su actuación. Era capaz de hacer brotar lágrimas detrás de cada verso y de repente, cosa inexplicable, las lágrimas besaban labios pletóricos de risa. Así era Ramón. En un instante mandaba a reír, luego a llorar, luego a pensar. Sus poesías podían ser altamente emotivas, otras sumamente divertidas y en buen porcentaje comprometidas con el deseo de un mundo mejor. Demostraban siempre su propia manera de ser, la de un permanente darse a los demás.

Reuniones, mostradores de bares y cantinas, cualquier comida informal. Unos amigos, unas copas, un instante y un loco. Con él llegaban rápidamente los momentos felices. Incluso a veces bastaba con detenerse en esos gestos de cara redonda, escasísimo pelo y un particular mechón prolijamente cortado en el medio, sobre la frente. Sonrisa de pocos dientes y un infaltable cigarro jugando en sus labios. Más bien bajo de estatura y tirando a cuerpo relleno. Era un hombre que caminaba rodeado de una nube de humo y unos gritos inesperados en cualquier lugar de la calle, a cualquier hora.
Durante algunos años de su vida el alcohol lo acompañó en forma diaria. Bebía ansiosamente y el efecto comenzaba a notarse pronto. Como cualquiera, perdía muchas veces su control.

Que ebrio de vino y locura hizo cosas indebidas, es cierto. Que con la misma ebriedad pasó los límites de la cortesía humana, también. Que en iguales circunstancias se le iba la mano a lugares prohibidos, igual. Entonces todos le recriminaban, sentíanse con derecho a criticarlo, a sabiendas que lo hacían con un hombre débil, inofensivo. Pretendían cuestionarlo como a cualquier cuerdo, profundizando esas críticas que a otros no se las harían. De esa manera desataban autoridad sobre un manso loco, finalmente dominable. En tales circunstancias nadie le perdonaba la locura, ni siquiera la ebriedad. Así, muchas veces lo despreciaron y hasta lo echaron, transformándose en un personaje de sus propios versos.
Pero a cada nuevo sol se le abría otro camino. Porque él vivía el día, el momento. Armonizaba el pesar de infelices ebriedades evocadas en un instante de nostalgia con una risa abierta, franca y a veces cómplice, echando la cabeza para atrás y llevando las manos a su hinchada barriga.
Con Ramón en Casa de la Moneda, Santiago de Chile.












Durante muchas tardes, más que nada en verano, acompañaba a su hermano a la orilla del río. Cuidaban de su pequeña embarcación de madera y pasaban el rato charlando con otros pescadores de barrio. En esa zona del río ya eran populares los gritos de Ramón, dirigidos a sus dos fieles, libres y mansos compañeros perros a quienes nombraba "sus hijos". En ellos, en su familia y en sus amigos, Ramón volcaba sus afectos, su generosidad sin límites. Llenaba así su espíritu y alma que jamás había compartido con una mujer compañera, quizás la gran ausencia en su vida.

Ramón logró el primer premio recitando en las fiestas folclóricas más importantes de su país. Tenía poco más de 20 años cuando mereció tal distinción. Más, él no le daba importancia al hecho. Su visión estaba puesta en intentar conseguir a diario alguna reunión de amigos o fiestas benéficas en donde le pagarían algún dinero por su actuación. Algunas veces cobraba por lo suyo, pero otras finalmente no pasaba factura. Sobre todo cuando eran beneficios solidarios. Por esto es que manejaba muy poco dinero. La pensión estatal la cobraban sus familiares. Era lo mejor. En ciertos meses Ramón cobraba y llegaba a su casa borracho y sin dinero. En ese día se sentía feliz en su ebriedad porque finalmente podía devolver atenciones a los amigos que durante el resto del mes lo invitaban con algunas copas. Pero claro, luego había que comer y vestirse. Por otra parte Ramón casi nunca trabajó. Tampoco podía hacerlo pues dejaría entonces de recibir su pensión de loco. Y a decir verdad no le gustaba. Pero sobre todas las cosas: ¿quién sería capaz de darle alguna oportunidad?
Ramón y Emilio López Gelcich en la guitarra, sindicato papelero de Mercedes, Uruguay.


























Pese a las malas costumbres que lo habitan Ramón es un tipo muy querido y de muchas amistades. Cuando no se lo veía preguntaban por él. Su ausencia se hacía sentir. Los días más tristes se sucedían en forma periódica, año tras año. En cierto momento y sin saber nadie porqué, Ramón no salía de su casa. Sin ningún problema aparente ni situación evidente, se encerraba en sí mismo y se negaba a hablar. Algún amigo lo visitaba, aún a sabiendas de que era inútil conseguir un mínimo diálogo. Se lo encontraba en su casa, generalmente sentado, siempre fumando. Sus ojos eternamente perdidos en pensamientos indescifrables. No respondía, parecía no interesarle el hecho que sus amigos fuera a darle ánimo. Ni siquiera un saludo de despedida, nada.
Pasaba así largos días, semanas. Encerrado en sí mismo, introvertido en máxima expresión, solo.
El día menos pensado Ramón volvía a aparecer en sus lugares habituales. Era el de siempre. La crisis depresiva pasaba sin necesidad de preguntas. A él no le interesaba explicar su mundo y para los demás lo importante era recuperar al amigo.

Ramón es un bohemio en esencia. Muchos corren tras ella buscando su magia. Él no necesita hacerlo porque la bohemia es él. Lo popular es él. El olvidado es él. Como el sumergido o el infeliz. A todos ellos los vive porque los siente. Porque los recuerda en cada recitado o verso que emergen de sus labios. Por eso es que muchos agotaron lágrimas escuchándole revivir al desposeído.
Ramón no cambiará. Tendrá dudas y sentirá impotencia cada vez que deba ir al hospital a inyectarse. Necesita la medicación pero también sabe que con ella le dominarán los nervios, le aliviarán la tensión. En fin, para él, una manera de quitarle la libertad. Pero debe ir. De cualquier modo debe inyectarse porque tiene memoria y pánico de que nuevamente le dictaminen un internado de compañeros locos. Presa así de un encierro de vida se entrega a un pinchazo de locura.

Un día, públicamente, lo alabaron hasta la idolatría.
Entonces Ramón levantó la vista, perdió la mirada en los ojos de su interlocutor y dejó pasar unos segundos de pausa excepcional.
Luego dijo que no.

Que el verdadero ídolo era su hermano Román. El buenazo y cuerdo de Román, que es manso, hogareño, albañil, pescador, solidario y generoso.