CONTACTO CON SPENCER
Caminaba
con el bolso marinero colgado en el hombro derecho, sujetando con la
mano izquierda el portafolio. En la esquina puse todo en el suelo,
respiré hondo, invertí la ubicación de la carga y continué la
marcha. Finalmente llegué a la parada de autobuses y pregunté:
– ¿Aquí
pasa el que va al aeropuerto?
– No
– contestó una mujer – en la siguiente.
– Gracias
– dije, preparándome para realizar un nuevo esfuerzo.
Pasaron
diez minutos, del ómnibus ni noticias. Contaba con tres horas, pero
el hecho de tener que presentar pasajes, documentos, y despachar
equipaje me ponía nervioso. De pronto el coche apareció, pagué el
boleto al conductor y ocupé un asiento que daba al pasillo.
– Ojalá
no suba mucha gente – comentaba en voz baja, mientras arreglaba mis
pertenencias.
El
lugar de al lado continuaba vacío, pero dado el ritmo de ingreso,
seguro me quedaba poco tiempo para contar con los dos espacios.
– No…
No… No… – gesticulé varias veces, en tanto un hombre enorme
se aproximaba hacia mí, y tuve que ceder el paso para que se
sentara.
¡Que
incomodidad!... Fue muy difícil reacomodarme, aquello era terrible,
hacía mucho calor, faltaba algo más de media hora para llegar, y de
seguro, con el correr de los minutos, aquel personaje transpiraría
profusamente. Solo el recuerdo del moreno haciendo gambetas, mandando
la pelota al fondo de la red, paliaba la situación. Y cuando se
repetían demasiado sus jugadas, aparecía el rostro de Jenny
recitando aquel poema lejano, vinculado al futbol. Esas imágenes me
permitían soportar al monstruo híbrido, un tanto asexuado, que con
gran parsimonia, desparramaba su adiposidad empujándome hacia la
gente que viajaba de pie. Cuando divisé el aeropuerto sentí un
alivio indescriptible, al diablo el hombrón, al diablo el calor, por
fin podría respirar tranquilo, sin tener que soportar ese ambiente
denso. Y fue antes de ingresar al edificio de partidas
internacionales que recordé aquel gol de cabeza. Faltaban tres
minutos para finalizar el encuentro y se produjo un tiro de esquina
en el arco de la tribuna Ámsterdam. El centro vino servido contra el
palo derecho, y en una fracción de segundo el moreno se elevó,
colocando un frentazo que mandó el balón a lo más profundo del
pórtico.
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Alberto Spencer |
Mercedes
/ 7/ 1986
Estimado
Alberto:
Veinte
años después quiero darte las gracias por todos los momentos
inolvidables que me hiciste vivir. Tus amagues, esos saltos quedando
suspendido en el aire… Fue debido a tu presencia en la cancha que
logré superar trances amargos, y lo más importante, comprender la
secuencia de la rima. Es que la posición de tu cuerpo y tu toque de
pelota me explicaron, en la práctica, qué para iniciarse en la
literatura es imprescindible entender la cadencia, la sincronización
de frases que a veces, hasta en desorden, muestran el sentido
armónico de hechos y situaciones que conjugan nuestro destino.
Un
domingo en la tribuna bastaba para soportar toda la semana escuchando
insolencias. El recuerdo de tus movimientos hacía posible olvidar
los golpes, los atropellos, los baños con agua fría todos los
jueves, en pleno invierno. Después vino lo máximo, tus goles contra
el Real Madrid en el mismo Santiago Bernabéu… ¡Campeones del
mundo!... Y aquellos versos en boca de Jenny, conformando un
círculo concéntrico que me acompañó siempre: fútbol y poesía.
En
el cielo las estrellas,
en
el campo el girasol,
y
en el medio de mi pecho,
la
bandera de Peñarol.
En policía
internacional entregué el pasaporte, el funcionario de turno lo miró
un instante y estampó un sello que marcaba la fecha de salida del
país. Luego coloqué el portafolio en una cinta ancha que pasó por
la máquina de rayos X. Dos funcionarios observaban una pantalla,
solo aparecían papeles, lápices, y alguna tinta correctora, por lo
tanto no hubo reparos. Antes de trasponer el detector de metales
pregunté si borraba disquetes o videos, me respondieron que no. De
pronto la alarma sonó, llevaba monedas y unas llaves, las mostré y
me dijeron que pasara. Sin darme cuenta, mientras caminaba a la sala
de pasajeros en tránsito comencé a cantar aquella canción dedicada
a mi pequeña amiga de antaño:
Recuerdo
tu nombre Jenny…
Tu
primer redacción…
Linda
flor que en la infancia,
mi
dolor perfumó.
Me senté en un
sillón, aún faltaba media hora para embarcar. Dos aviones del
puente aéreo partían a Buenos Aires, otro a Río de Janeiro con
conexiones, y el mío se dirigía a Santiago de Chile. De pronto me
puse de pie, subí una escalera y visité el Duty Free. En el sector
de los licores resaltaba una oferta de whisky. Cuando salí me dieron
ganas de ir al baño. Entré, me miré en un espejo, no había nadie,
me pareció que algo estaba mal y volví a la puerta, decía DAMAS.
– ¡Otra
vez en las nubes! – Recriminé en voz baja – ¡Que idiota!
El
de los hombres estaba justo al lado, por lo que ingresé de
inmediato. Me disponía a salir cuando se escuchó el llamado a
embarcar. Caminé con mi pase a la puerta indicada… Entré al
avión, puse mis cosas en la bodega superior para equipajes de mano,
y observé que uno de los líderes políticos de la nación estaba a
punto de sentarse tres filas atrás. Me quedé un instante
observándolo… – Permiso – dijo una señora que se dirigía a
su asiento. – Disculpe – respondí, dejándola pasar. Ya sentado
me coloqué el cinturón de seguridad mientras una azafata llevaba a
cabo las instrucciones de rutina. Posteriormente el capitán informó
sobre la duración del vuelo y la nave comenzó a moverse en la
pista. Cuando estábamos en el aire me di vuelta varias veces,
observaba al líder con admiración, pensaba en sus años de
presidio, en lo que representó y representa toda la tragedia de
aquellos tiempos violentos. Luego miraba a la señora que iba a mi
izquierda sorteando las páginas de un diario, seguramente buscando
cosas que le interesaran, pero al parecer no había nada, pues llegó
al final y lo colocó en la abertura que hay atrás de cada respaldo
de enfrente.
– ¿Sería
tan amable de prestármelo? – le pregunté.
– Por
supuesto – respondió.
Yo en realidad no sabía si quería leerlo,
pero el hecho de distraerme me llevaba a buscar en las páginas
cualquier información en la sección deportiva. Colocolo había
empatado con Flamengo en Río de janeiro tres minutos antes del
término del encuentro; estaba la foto de la anotación, un hermoso
gol de cabeza. De pronto las asistentes de vuelo llegaron con el
carro de la comida, bajé la mesa portátil y colocaron la bandeja
con alimentos.
– ¿Qué
desea beber señor? – preguntó una joven con la cabellera tomada
desde atarás con un broche.
– Vino
tinto por favor – respondí.
Cuando
pedí un segundo vaso ya estaba pensando en los guiones que debía
entregar a la productora. Ojalá los aceptaran, ya que de ello
dependía la realización del programa y mi estabilidad económica
de los próximos meses.
– ¡Basta!
– Dije – tengo que relajarme, todo saldrá bien, y si no es así,
tampoco se va a terminar el mundo.
– ¿Café
o té señor? – Era la azafata que portaba dos jarras de metal.
– Café
– respondí.
Y
mientras lo tomaba, nuevamente la imagen del moreno comenzó a
delinear con su cuerpo la estructura clásica de un soneto. Partía
de la mitad de la cancha hamacándose hacia un lado, volcándose
hacia el opuesto, amagando dos veces, para finalmente eludir al
marcador de turno por donde había iniciado la maniobra. De esa
manera, repitiendo la acción, diagramaba los dos cuartetos.
Llegando al área rival acentuaba los movimientos, entonces daba la
idea de lanzarse por la izquierda, pero se volcaba a la derecha, y
finalmente, cuando el contrincante se disponía a quitarle el balón
por ese lado, quebraba magistralmente el cuerpo, evadiéndolo por el
lugar en que había iniciado el movimiento, rimando así la primera
con la última secuencia. Ante una nueva marca repetía la acción,
segundo terceto, luego se dirigía al arco contrario para marcar otra
anotación en su amplio historial deportivo.
Por
los parlantes una voz anunció que nos aproximábamos a la Cordillera
de los Andes. El tiempo era bueno y en el lugar de arribo había una
temperatura de veinticuatro grados. Nuevamente me di vuelta para
mirar al líder, se veía muy bien, a pesar de todo, su cuerpo seguía
erguido y su rostro mostraba esa sonrisa natural, espontánea, que
llevan los hombres que han cumplido con sus designios. En ese momento
acudieron a mi memoria los rostros de Ana, compañera en el liceo, de
Isabel, de Julio, que a partir del mil novecientos setenta y tres
fueron detenidos por la dictadura. Ana estuvo catorce años presa,
Isabel algo más, en cuanto a Julio, es uno de los desaparecidos.
Ante esas imágenes que me angustiaban, volví a entonar la canción
dedicada a mi amiga de la infancia.
Recuerdo
los dos renglones,
vivaces
ojos, pequeña voz.
Recuerdo
aquel dibujo,
con
los dos árboles,
tu
redacción.
Siempre
fue la mejor de la clase, la más inteligente, sus composiciones
eran concisas, perfectas. En dos líneas sintetizaba sus
pensamientos, logrando cautivar tanto a maestros como a compañeros
de curso.
– ¿Cómo
estará ahora? – A menudo me pregunto. Pero es mejor no saber nada
y guardar su imagen de pequeña, que junto a los goles de los
domingos fueron lo único dulce de mi niñez.
Recuerdo
tu nombre Jenny,
por
eso esta canción,
linda
flor que en la infancia,
mi
dolor perfumó.
|
Alberto Spencer |
La
Cordillera de Los Andes quedó atrás, nos preparábamos para
aterrizar en el aeropuerto Toribio Merino Benítez (Santiago de
Chile), los respaldos de los asientos estaban verticales y habíamos
ajustado los cinturones de seguridad. De pronto se sintió el ruido
que hacen las turbinas para disminuir la velocidad. El avión tocó
tierra, se acercaba el momento de saludar al líder político. La
voz del parlante agradeció la elección de la compañía, nos dijo
que esperaban volver a vernos, y luego solicitó que esperásemos que
la nave se detuviese completamente para abandonar los asientos. Miré
hacia atrás, el líder estaba pronto para incorporarse.
– Debo
esperar un poco – me dije – en lo posible dejarlo pasar y ponerme
atrás, para luego abordarlo.
Quien
ocupaba el asiento a mi lado quería sacar sus bolsos, me puse
nervioso, logré mantenerla a raya un momento, pero no tuve más
remedio que levantarme. Caminé lo más despacio posible, percibía
la presencia del líder político, cuando traspuse la puerta del
avión saludé al personal de vuelo, el plan finalmente se
desarrollaba a la perfección. Comencé a bajar la escalera, dos
autobuses esperaban a los pasajeros, aminoré la marcha, debía
asegurarme de que subiésemos al mismo coche, ese era el lugar ideal
para el encuentro, además el recorrido duraría unos minutos. Sentí
un aire de triunfal en mí entorno. Y fue entonces que miré hacia un
costado y vi un hombre de chaqueta azul, con un bolso de cuero. Lo
seguí con la mirada, percatándome de que era negro, espigado,
físico atlético, con algunas canas.
– Increíble
– me dije. – ¿Será Spencer?
El
moreno recorría el pasillo del autobús, yo iba atrás, tratando de
descubrir si en realidad era quién parecía ser. Una mujer de pelo
rubio se colocó a su lado, yo me paré justo enfrente, despejando
toda duda. Era Pedro Alberto Spencer. Los ojos se me humedecieron,
tuve que hacer un gran esfuerzo para controlarme. Solo atiné a
mirarlo, gozando de esa presencia mágica que indicaba el cierre de
una etapa de mi vida. De pronto levantó la vista y me miró. Quedé
inmóvil, hasta que guiado por una extraña fuerza le dije:
– ¡Si
habré gritado tus goles!... ¡¡Si habré gritado tus goles!!
– Me
alegro – respondió con una voz que sinceramente no recuerdo.
Al
despedirnos sentí un poco de vergüenza, no estaba preparado para
asumir aquel contacto. El ómnibus se detuvo y todos comenzamos a
descender. Pedro Alberto Spencer caminaba adelante con esa señora
que seguramente era su esposa. Se pusieron en una de las filas para
chequear el ingreso al país, yo continuaba observándolo. En ese
momento recordé al líder político, seguramente estaba en algún
lugar del aeropuerto. Con el brazo en alto hice un adiós tan sentido
como simbólico. Spencer mostró su documentación y se perdió de
vista…
Santiago
de Chile 21 /11 / 1996
Estimado
Alberto:
No
sé si agradecerte a vos o al destino el hecho de que aparecieras en
etapas tan distintas de mi vida. Me parece increíble que desde una
tribuna en ese estadio declarado monumento al futbol por haberse
disputado la primera copa del mundo, me dictases las cátedras más
sutiles de literatura. La poesía estaba en tu técnica atildada,
sincronizando el compás de los textos escritos en verso. En cuanto a
la prosa, se fue dando conjuntamente con tu leyenda, en el hecho de
destacarte sin dejar de lado jamás la armonía del juego colectivo,
encantando multitudes con o sin el balón, acaparando la atención
como un personaje literario de géneros diversos. Luego tu vida
extra futbolística. Diplomático de alto rango en la embajada de
Ecuador, donde conjugaste siempre deporte y cultura. Tú lucha
incansable por la vida ante esas dolencias cardíacas, donde le
hiciste gambetas a la muerte, ya que tenías que seguir siendo un
símbolo vivo. Apoyaste a grupos de enfermos del corazón realizando
demostraciones deportivas, o con tu solo acto de presencia. Cuantas
jugadas Alberto, que como escribió Bertold Brech, estas entre
quienes luchan siempre, los imprescindibles.
Al
estrecharte la mano, una persiana oculta bajo mis párpados se
cerró, tú accionaste el fantástico mecanismo. Pero tengo la
certeza de que en ese mismo instante se abrió nuevamente el telón
de ese escenario privado que es uno mismo.
|
Emilio López Gelcich |
Epílogo
Tres años después, debido a
circunstancias que no vienen al caso, el cónsul de Ecuador en
Uruguay me invitó a su despacho. A las once de la mañana llegué a
las oficinas consulares, ubicadas en un edificio del sector de
Pocitos. La secretaria me invitó a sentarme y así lo hice,
dispuesto a esperar, pero casi de inmediato Pedro Alberto Spencer
salió de un salón pidiéndome que pasara. Esta vez sí conversé
con él por un espacio de tiempo, hablamos brevemente del relato y
sobre todo de algunos pasajes de su historia. Al despedirnos lo miré
a los ojos satisfecho, agradecido ante las dos oportunidades que me
brindó el destino.
Ana e Isabel son personas reales
con los nombres cambiados, y hasta fines del siglo XX al menos,
continuaban viviendo en Mercedes, vinculadas al rubro del comercio.
Julio, también con nombre
ficticio, continúa desaparecido, siendo una de las víctimas de los
cruentos golpes de estado que en los años setenta asolaron América
Latina.
En cuanto a Jenny, cuyo nombre
es real, la última vez que estuvimos juntos fue en Montevideo, ambos
teníamos diez años de edad.