Dedicado a mis amigos de la casa de la calle Ituzaingó, la casa de Washington "Tabaco" Caputto y Basilisa Acosta, que nos dejó hace algún tiempo y en donde siempre está presente Carlitos Méndez Fort, que se nos fuera demasiado joven.
Los muchachos solían descolgar el gancho de la puerta de entrada, con la voz fuerte de un "permiso" también abrían la cancel y se metían dentro sin esperar respuesta. Podía haber gente o no, daba igual. Era casa de todos y nunca se puso una objeción si algún hambre aparecía o si una sed reclamaba atención. Si un fuego combatía el invierno o una parrilla quemaba leña para construir brasas que convertían la carne en un deleite.
Para esto el señor de la casa era el especialista en toda ocasión, más que nada en los lentos accionares de algún lechón conseguido para el momento o algún lanar también o cualquier asado, que significaban el festejo de algún aniversario, de una fecha que obligaba al encuentro o porque sí nomás, que era la mayoría de las veces.
La señora de la casa disfrutaba con el ir y venir de los muchachos, sus vivencias y sus ocurrencias de naipes acostumbrados a los viejos renuncies de apasionantes tutes que desafiaban cerebros entrenados con más o menos viveza y picardía.
El señor de la casa se entreveraba en algún picado de cabreros tutes para disfrutar de sus arrastres, dejar sin base a los muchachos y con enojos a ocasionales ganadores de momento en el intento de trampas o viejos renuncies de la experiencia que, sin compasión, eran descubiertos y sancionados al momento para generar otros eventuales enojos de sonrisas cómplices y deleites picardías.
Los platos eran la tabla de picar y el pan de compañía. Los vasos saboreaban algún que otro alcohol siempre controlado. Y las horas iban pasando sin darse cuenta. Lo disfrutable era estar ahí, saber que los otros estaban ahí.
Los muchachos andaban también por otros lados, trabajando, con sus motos rugiendo o recomponiéndose en el taller amigo, cada uno en sus cosas, casándose más tarde, teniendo hijos, viéndolos crecer en las fiestas de cumpleaños, saboreando las bondades de la existencia o sufriendo penares, como todos los mortales.
Más adelante en el tiempo las nuevas brasas también dieron calor, con más comensales en la mesa, descendientes de la amistad.
Los muchachos sintieron en todo momento como propio el bienestar de una casa grande estilo entre bohemia y familiar. Punto de reunión de ideas, de ratos felices, mates, cuentos, bromas y cuántas cosas más de cualquier grupo que ve marcada su vida por cuestiones amigas.
Los muchachos vieron pasar el tiempo, alguno perdió la flacura, otros el pelo, vieron crecer niños unidos en continua amistad y siempre volvieron a cobijarse en el fuego de unas brasas perdidas y en la excusa de 40 naipes.
Definir tanta vida en pocos versos es como tener en la mano un glorioso tute de reyes, cuando al tenerlo a veces disimulas bien el sentimiento y otras la cara se te cambia por lógica reacción.
Muy pocas veces en la vida tiras en la mesa esos cuatro reyes ganadores. Liberas los minutos tensos del juego luego de la espera de otra base y entonces todas las emociones y felicidades se transmiten en la sonrisa satisfecha de la pequeña hazaña conseguida.
La gran casona de gran patio, con doble parrilla adentro y afuera como queriendo asegurar la reunión, ignorando inviernos o veranos de ocasión. La casa de puerta verde abierta que la señora hacía sentir como propia a todos los muchachos. La casa que el señor tan inteligente y sensible como bohemio brindaba con generosidad.
Esa casa era y por siempre será, como un rincón indisimulable de la vida de varios muchachos. La casa de la cual Carlitos nunca se fue.
Un recuerdo y realidad plenos de sensaciones. Grande y abrazadora, la casona de puerta verde de la calle Ituzaingó es como el mejor tute de reyes que se pueda soñar.
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