Lo recuerdo por última vez sentado solo en un banco de la plaza. "Hola majo, ¿cómo estás?", saludaba como siempre.
Víctor había partido de Bilbao. No sé si de algún pueblo cercano o de la ciudad misma. Llegó hasta tierras sorianas y lo conocí trabajando él en la cantina del Hogar Español.
En épocas adolescentes relacioné en amistad con su hijo, con quien compartimos playa, salidas, picados de fútbol y hasta algún partido de paleta en donde demostraba mi ineficacia.
Pero en realidad Víctor me conocía de niño, pues mi padre siempre me invitaba un refresco en la cantina española previo a ir a casa, mientras él jugaba su infaltable mesa de casín.
Yo esperaba ansioso que los grandes terminaran de jugar, me hacía de un taco de billar y solo, imaginando, golpeaba bolas y arrasaba palitos sobre la verde tela. Víctor veía de lejos y lo permitía.
Un día me regaló un banderín del Athletic Bilbao y lo recibí complacido, pero sin emoción. Lo archivé en algún lugar de mi cuarto.
Ya adolescente Víctor volvió a regalarme otro banderín del Athletic, su querido equipo. Pero esta vez me explicaba cosas señalando cuadros colgados en la vieja cantina. Me hablaba de San Mamés, de Pichichi, Zarra y todas las Copas ganadas. Más bien lo escuchaba pero no sentía mayores cosas.
Cuando Víctor dejó la cantina yo pasaba por ahí y me regaló otro banderín de su querido equipo blanco y rojo, más grande y lindo que los anteriores, con flecos a los costados, más algún poster del equipo. Esa vez sí lo recuerdo más, al sentir que me confiaba cosas que eran muy queridas por él en el momento de dejar su puesto de trabajo.
Su hijo se fue a estudiar a la capital y entonces veía menos a Víctor.
Un día falleció su señora. Víctor quedó solo en el pueblo, con su hijo ya casado en la capital. Lo encontré una tarde y me comentó de su ilusión por algún nieto.
Otro día llegó la trágica noticia. Su hijo, único hijo, había fallecido en un accidente.
Sin esposa, sin hijo, sin nietos que esperar, encontré a Víctor un día sentado solo en la plaza de mi pueblo.
"Hola majo, ¿cómo estás?". Yo no sabía que decir. Pensaba de la posibilidad del retorno a su vieja España. Pero no se lo pregunté.
Víctor jamás perdió su acento. Gallego le decíamos, a pesar de su vasca condición.
Una mañana supe del fallecimiento de Víctor, lejos de su España natal. Había emigrado al rincón soriano a trabajar, a formar una familia y también a morir.
A veces, por estos años, me engancho con algún partido en San Mamés, siempre lleno de hinchas rojiblancos que empujan a los leones del Athletic para buscar la victoria en su Catedral.
La filosofía de competir sólo con jugadores de sangre vasca es discutible y ya cumple cien años. Mientras los demás equipos se abren al mercado del fútbol mundial, en San Mamés sigue habiendo vascos testarudos que se emocionan al salvarse del descenso en la última jornada y proclaman orgullosos que el Athletic nunca perdió categoría... ni su manera de ser. Porfiados como vascos.
Víctor tenía razón. Hoy, que lo miro de otro modo, comprendo la magia que siempre quiso transmitir. No sé si es la tradición que mantiene viva una conducta, junto al sentimiento de una afición tan fiel como tolerante aún en la derrota, siempre y cuando quien se vista de rojiblanco haya dejado en el campo de juego aún más de lo que podía dar.
Foto de Diario Crónicas. Dedicado a Víctor Manrique, que por varios años fue cantinero del Hogar Español de Mercedes.