Relato dedicado a Román Damborenea
Manso y hogareño, albañil y pescador, solidario y generoso. Cuando comenzó a perder la vista debió dejar de ser albañil y pescador. La progresiva oscuridad de sus ojos comenzó a alejarlo del ruido de las obras, de las herramientas que doblando el hierro le daban de comer. Debió alejarse del río, vender su chalana y así entonces La Loba III se transformó en dulce leyenda. Se fue olvidando de los olores del río, de sus colores y de su paz.
Casi ciego, de médico en médico que nada han podido hacer todavía, permanece viva en él la posibilidad de recuperarse y a veces, la dura crueldad de la impotencia vuelve a moverle cimientos.
Pero sigue siendo solidario y generoso. Fiel a sus amistades del barrio primero y de su vida mansa y hogareña. Callado, introvertido, casi huraño en ocasiones, huyendo de la multitud y refugiándose en solitarios campamentos a la otra orilla del río.
Pero un día comenzó a perder la vista. Sus otros sentidos se agudizaron. Sus manos pasaron a ser su guía en su hogar, su hermano pasó a ser su guía lazarillo en la calle. Y en la calle, las voces que le llaman desafían su memoria.
Pero sigue siendo manso. La oscuridad no logra despertarle rencores, por más que otras manos deban guiar sus manos hasta un vaso, hasta un trozo de pan.
Un día de los de ayer sus compañeros respondieron con la sangre necesaria y más todavía, para volver a regar su corazón. Un día como los de hoy resulta cruelmente imposible prestarle a Román siquiera un pedacito de luz.
¿Cuál es el premio para los justos? Deberá uno conformarse con pensar que para Román es mejor no ver la ingratitud, que mejor imaginarse vivamente el mundo soñado y así evadirse. Quizás sea una clase de felicidad diferente aún en las sombras.
No hay hierros, ni remos. No hay obras, ni río. Queda todavía alguna esperanza en volver a iluminar sus ojos y existe sí, elogiosamente existe por siempre, la luz de un albañil solidario y generoso, de un pescador manso y hogareño.
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