Los partidos de fútbol en el picado eran asombrosas proezas dignas del mejor de los relatos. En el barro mejor y si llovía había connotaciones de hazaña. Todos empapados, la lluvia como cruel enemigo que rebelaba al héroe deportivo que todos llevan dentro. El barro era el que marcaba la lucha que habías dejado en el terreno de juego. Cuidado con salir con la ropa limpita, más vale el reto de la vieja que la humillación de los amigos.
El campito iba quedando todavía, era de propiedad municipal. Algún que otro rancho o casita modesta se iba levantando alrededor y hasta más aliados aparecían. Los gurises estaban jugando al fútbol, qué mejor y más sano, decían las madres, sabedoras del destrozo de la ropa, de los baños a fondo posteriores e inevitables, cuando al llegar a casa los héroes del fútbol disimulaban suciedades para evitar el reto.
Un día pasó por allí un señor que les preguntó si querían arcos de verdad. Los gurises usaban cualquier cosa. Palos clavados, piedras, ladrillos rotos, ropa, todo servía para hacer el arco. Siempre sin travesaño, claro está. Los gurises dijeron que sí porque era lo único que se podía decir y entonces algún padre comentó por encima del paredón a su vecino: "es el Desodorante, que anda haciendo campaña..."
Al tiempo aparecieron los arcos, los gurises ya se habían olvidado. Iban para la escuela y vieron unos hombres descargándolos de un camión. Se quedaron paralizados al borde de la calle. Había gente extraña que se estaba apoderando del campito sin pedirles permiso. El Bisagra fue el primero que habló y le salió una rebeldía de adentro. Entonces los gurises organizaron un campeonato de pandorgas en la tarde, como respuesta a su desconcierto.
Pero es que estaban tan lindos los arcos. Con travesaño y todo, firmes, de hierro. Hasta podían meterla de veras en el ángulo. El PrePizza fue de los primeros en protestar, porque sólo pensaba en sí mismo y en las tantas veces que discutió hasta el cansancio para hacerles entender a sus rivales que la pelota había entrado en el ángulo.
Después de la escuela aparecieron todos en el campito. Los arcos estaban perfectos. Los gurises llevaban sus pandorgas y organizaron un campeonato. Tanto fue el desconcierto que los vecinos comenzaron a asomarse por las ventanas y en la calle y les preguntaban el por qué no jugaban al fútbol. Por supuesto que los arcos ganaron, los gurises empezaron a aflojar y alguno que llevaba una pelota empezó a hacer jueguitos. Al Peluquero lo mandaron a atajar y comenzaron los intentos por clavarla en el ángulo. Hasta la Sietemesina salió a ver, solterona que chillaba si los gurises le rompían alguna planta, que devolvía la pelota al otro día, que se hacía la que no estaba en casa o que a veces les gritaba a los gurises que tuvieran cuidado que estaba tomando mate en el patio. Rezongona y todo siempre devolvió la pelota, menos la vez que mandaron al más chiquito de la barra y se le ocurrió llamarla Doña Álgebra... ¿me puede dar la pelota?, se las devolvió a la semana por encima del paredón y sin avisar.
Unos meses después pasó Severino, que tenía un cuadrito de gurises un poco más allá del barrio. Los invitó a practicar en la cancha que quedaba algo lejos. Lo cierto que Severino pasaba todas las tardes en una camioneta destartalada, abierta atrás y cargaba a todos los gurises, retos van y retos vienen, quédense quietos que no los traigo más. Todos esperaban en el campito o parados en la puerta de cada casa, martes y jueves de cada semana, menos Neruda, que la mayoría de las veces se quedaba durmiendo y Don Severino tenía que bajar y traerlo a tantas y a las quejas. Casi que lo revoleaba en el aire para subirlo a la camioneta.
El Neruda era un flaco desgarbado, medio alto, vago, capaz de los mejores versos para escabullirse de compromisos, pero era el crack y por eso todos querían tenerlo en su cuadro. Fue el elegido. Neruda se transformaba en el campito, se olvidaba de todas sus vagancias y desparramaba talento, fue el primero que fichó Don Severino para su equipo, entonces llamado Estrella Azul, vaya a saber por qué. Dos o tres más de la barra terminaron también jugando en el Estrella y los demás volvieron al campito de sus amores, permitiendo que los martes y jueves Neruda y los otros marcharan al Estrella.
A los años Neruda debutaba en las inferiores del Chaca, el club más importante de la zona. Los gurises fueron a verlo, la entrada era gratis. Neruda los saludó desde la cancha y les regaló un partido precioso. Cuando hizo un gol señaló a la barra de amigos. Se les ocurrió la idea de volver a juntarse en el campito, que todavía estaba y lo invitaron a Neruda, que fue, y se divirtieron como nunca Faltaron algunos, que se habían ido del barrio o ya estaban laburando o nos les pudieron avisar. Pero la que seguía estando era María Juana, o doña Álgebra, que devolvió la pelota las dos veces que la mandaron a su patio.
Neruda debutó en la primera del Chaca, era todo un orgullo. Consiguió unos pases libres a sus amigos, pero la cancha ya era grande, tribunas a los cuatro costados, hinchadas guerreras y peleadoras, cuadros de barrio, donde todos van a la batalla. Los partidos eran a vida o muerte, peleas por el ascenso y por un gol de diferencia a su favor el equipo de Neruda clasificó para jugar por subir a la primera división. En el primer cruce jugaron la definición de visitantes, ganaron por penales, después de un alargue, las hinchadas se tiraron de todo, los policías gases lacrimógenos, el Neruda y su equipo salieron de la cancha a las 4 de la mañana, pero con la clasificación en el bolsillo.
En la segunda eliminatoria también tuvieron que definir como visitantes. La hinchada del Chaca no llegaba y el partido a punto de comenzar. Cuando el árbitro daba la orden de comienzo se escuchó la bocina del tren. Los hinchas venían colgados hasta del techo, hicieron parar el tren frente a la cancha, fue un aluvión de hinchas subiendo a los paredones, nadie pagó la entrada y nadie intentó cobrárselas, se llenó de color y alegría la tribuna. Entonces el Chaca ganó.
En la final por el ascenso también les tocó definir de visita. Pero los líos del partido pasado les suspendieron la cancha. En el partido de ida los mandaron a jugar al Estadio, donde la hinchada estaba allá arriba, a lo lejos, nada que ver con la cancha del Chaca. Y los gurises del barrio habían ido allí, juntos, para ver a Neruda, que ni se enteró.
En la vuelta la hinchada también estaba ausente casi al comenzar el partido. Los hinchas visitantes pegados al alambrado los iban a matar, los esperarían hasta la madrugada si hacía falta, pero si les ganaban los iban a matar. ¿Qué hacemos?, se hablaban los muchachos del Chaca, que la hinchada nuestra no llega. Y de vuelta la magia. Casi al comenzar el partido las bocinas de los autobuses y la hinchada coparon el estadio visitante. Era la protección que faltaba y si tenemos que esperarlos para que salgan de la cancha, los esperamos, les dijeron los hinchas, los acompañamos.
El Chaca ganó y subió a primera división. Neruda siguió jugando, corría el mediocampo como un maestro, había pulido su técnica. Ahora hacía versos con la pelota, en el arte de marcar un gol. Neruda llegó a jugar en los mejores escenarios del país, a enfrentarse con los mejores, ya había firmado contratos profesionales y su vida andaba de fútbol en fútbol, en los diarios, en la tv, en las radios. Todo un crack.
El campito siguió estando allí, a pesar de los años y que el barrio seguía poblándose de casas y de gente. Seguía siendo municipal y otros niños lo usaban. Hasta que se corrió el rumor y la invitación. Esa tarde habría un picadito en el campito, como en los viejos tiempos. Y los muchachos aparecieron, como por arte de magia, estaban casi todos, aún los que no vivían en el barrio.
Hasta que la pelota cayó en lo de María Juana. Nadie vivía allí desde su muerte. Neruda los invitó a todos a acercarse, apareció una llave entre sus manos y abrió la puerta. Les dijo que esa sería la sede de un cuadrito de fútbol del barrio, de los nuevos pibes y de los hijos de los amigos que comenzaban a llegar. Que allí viviría alguien que andaba un poco mal, pero que seguía con muchas ganas de entrenar.
Una mala tarde Neruda se lesionó solo. No quiso operarse, renunció al fútbol y todavía le quedaban muchos años por jugar. Volvió al barrio, casado y con un recién nacido en los brazos y escuchando a los nuevos pibes del barrio mientras Don Severino les gritaba dando indicaciones, enseñándoles a jugar, mientras su señora les alcanzaba del patio las pelotas perdidas.