Era una potrosa. Compartiendo vida junto a su taheño, el que parecía un vaivoda e iluminaba su vida. Hasta que recibió de sus manos una peonía de agradecimiento, seguido de un tenemos que hablar. Se criticó a sí mismo cual aristarco y la elogió en panegírico, pero se fue.
Se sintió sola. Medrosía. No dijo nada. Su primera reacción fue construirse un adarve. Pero su sol se convirtió en un quinqué y le dio por caminar como noctívaga, aún frente a cualquier zarracina. La dominó su esplín y no había láudano posible, era dolor del alma, ahora sabía que el corazón también duele.
Su voz y sus actos rielaban y pensaba en anacronismos. Más, todo era auténtico. La soledad. Lejos los afectos. Toda su vida envuelta en palabras bonitas, sueños, sin pensar que todo pasa. Se fue al hontanar y sus endechas inundaron el lugar. Encerrada en sí misma, ocultando celosamente su pena. Se preguntaba si nadie se daba cuenta de su ausencia. No quería realmente estar sola.
Se preparó algo de cenar, se acomodó junto al chubesqui, esperó alguna zarracina otra vez y se dejó llevar hablando del taheño en adorada parresia. Volvió a las canciones tristes de la fontana y siguió dejándose llevar. No era siquiera algo placebo lo que bebió despaciosamente. Fue algo que la llevó hasta la nada. Se derrumbó su fortaleza, que era de mentira. No tenía fuerzas. Y se fue, pensando que era altiva y dominante en un patache a la deriva, no ya rielando, sino que volvía a ser una potrosa, alejada del dolor.
Publicado en libro "Gente Noble" (2012, impreso en España, Editorial Entrega 2000).
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