SOLIDAO –
EL BAR DO ARANTE
Historia de
amor con Ana – parte 2)
AÑO 18
Mientras Ana
iba de regreso a su Santa Fe mis amigos intentaron distraerme. Los
amores pesan cuando se tiene 18 años y en este caso el futuro dolía
demasiado.
Sólo sabía
que vivía en Santa Fe. Nada más que se nombraba Ana.
Sentado
atrás en el coche mis amigos me llevaron al morro de las siete
vueltas o algo así, me invitaron a ver la vista más hermosa del
mundo según los nativos, la Laguna de la Concepción y algún lugar
más que no recuerdo mucho. Mi mente viajaba por cualquier parte.
Al pasar por
la ciudad nos alegramos un poco pidiendo a los transeúntes que nos
tomaran fotos con el fondo del puente Hercilio Luz, una postal de la
ciudad.
Ni siquiera
me había quedado con una foto de Ana.
En la plaza
XV de Novembro mis amigos saltaban de alegría y pretendían dar más
vueltas al enorme árbol.
Las teorías
eran distintas. Pero la más veraz parecía ser esa que decía que si
era la primera vez que estabas en Floripa debías dar una vuelta para
regresar.
Mis amigos
se negaban a dar tres vueltas. Era casamiento seguro.
Los tres
días siguientes en la isla de la magia fueron muy difíciles de
sobrellevar. No quería estar allí.
Ya no
importaba el sur natural ni el norte turístico.
Hubiera
querido viajar a Santa Fe.
AÑO 19
Ahorrando
todo el año para viajar. Podría intentar ir a Santa Fe, pero más
me valía pensar reencontrarme con Ana al año siguiente en
Florianópolis y así repetir las vacaciones.
El tiempo no
pasaba nunca pero finalmente los ahorros permitieron volver a Santa
Catarina, Brasil.
Al día
siguiente de llegar fui a Pántano, entré en el Bar do Arante y
casualmente estaba la misma camarera y Arante. Un aguardiente sirvió
para recordarles mi cara y apenas pude me dirigía la mesa donde se
sentaba Ana.
Allí estaba
el mensaje todavía: “He pasado aquí las vacaciones más lindas de
mi vida. Ahora ya estoy volviendo a casa. Ana de Santa Fe”.
El mensaje
me volvió a doler. Lo toqué pensando en tocar sus manos, sus
huellas. Los nuestros anteriores habían sido superpuestos por otros
mensajes de vaya a saber quien. Almorcé en el mismo lugar donde se
sentaba Ana y por supuesto dejé un mensaje.
“Para Ana
de Santa Fe, estoy aquí, llámame a este número..., te sigo
queriendo.”
Volví a
recrearme en Florianópolis durante quince días. Recorrer nuevamente
sus playas y tratar de descubrir más lugares. Dar otra vuelta al
viejo higuerón imaginando que ella estaba conmigo. Pasar por la
tienda de aquel vestido blanco.
Las
inmobiliarias habían cambiado de personal y dueños, nadie me daba
información sobre aquella familia que alquiló una casa en Solidao.
Claro que
volví al Bar do Arante varias veces. Pero no tenía respuesta a mi
mensaje. Ana no había vuelto.
AÑO 20
Llegué a
Santa Fe y me alojé en un sencillo lugar. ¿Dónde comenzar a
buscarla? Ya tenía edad para estudios terciarios. Quizás se había
marchado de allí. Tal vez tendría novio.
Mi ansiedad
había ido disminuyendo al pasar los meses pero me negaba a concluir
mi historia con Ana. Algo más tenía que suceder.
Caminé
Santa Fe, pregunté por la chica de pelo largo castaño llamada Ana
que viajaba a Floripa, que tenía una hermana pequeña, que tal vez
usaba en verano un vestido blanco.
Cuando entré
en el Museo de Cera de Santa Fe me invadió el peso de la historia y
aquellas figuras libertadoras marcaban presencia imponente. Fue lo
que más me distrajo de mi búsqueda. Los hombres representados, de
mirada firme, parecían reales.
Esas figuras
inmóviles, representantes del pasado, paradójicamente me
devolvieron a la realidad, fue el momento preciso en que aceptaba mi
destino.
Ana no
apareció.
foto de Dircinha-flickriver.com |
AÑO 28
Volví a
Floripa. Sentado con mis acompañantes en el mercado de la ciudad me
llamó la atención una cara que yo creía conocer. Una chica a la
que había visto alguna vez. Estaba sentada con su pareja y me
acerqué para preguntarle.
Me respondió
que si, que tenía una hermana que se llamaba Ana y que eran de Santa
Fe.
La sorprendí
un poco con mi ansiedad y se la veía cortada en sus expresiones. No
quería decir mucho. Me dijo que ella había venido con su novio y
que Ana se había marchado al sur de Argentina donde se casó y tuvo
dos niños.
Pensaba
demasiado sus respuestas. No quiso darme más detalles. Mi
insistencia debió ceder y le dejé anotado un número de teléfono,
una dirección y mi nombre. Le pedí que cuando pudiera se lo diese a
Ana por si alguna vez deseaba volver a comunicarse conmigo.
AÑO 38
Era la
cuarta vez que volvía a Florianópolis. Mi vida estaba hecha y
deshecha y mis años veían crecer a mis hijos.
A este lugar
siempre se vuelve. Por algo es la isla de la magia.
Debía pasar
por el Bar do Arante, claro está.
Mi cabeza
descansaba durante estos días a pleno sol y movimiento, a pura
belleza natural.
El Bar
seguia siendo básicamente el mismo y su espíritu igual. En la mesa
de Ana nuestros mensajes ya no existían. Habían sido tapados por
otros.
Me senté a
comer en el lugar de Ana, girándome a veces para mirar a Solidao.
Estando tan cerca tenía que volver a caminar por su playa.
Decidí ir
desde Pántano hasta Solidao. Los recuerdos se hacían presentes y
aunque mi historia con Ana se había superado siempre me había
quedado aquello que no debíamos haber terminado como lo hicimos.
La playa de
Solidao estaba concurrida y seguía tan bella como siempre. El morro
en la distancia me devolvía emociones y el dejo de la nostalgia me
invadió.
Caminaba
imaginando mi historia, recordando aquellas vacaciones.
La casa que
los padres de Ana habían alquilado seguía estando en su sitio, tan
igual como hacía 20 años.
Desde lo
lejos se veía movimiento, una mujer sentada, unos adolescentes
jugando y una pareja despidiéndose en saludo.
Pero el
morro me había hipnotizado. Mi presentimiento me llevó a subirlo,
contemplar la misma vista de veinte años atrás y volver a bajar
hasta la pequeña y rocosa playa.
Pensaba que
Ana podría estar mirando las islas desde lo alto, imaginando su
paraíso.
Pero no
estaba.
Cuando
volvía a la ciudad el sol ya caía lentamente.
Mis días en
Floripa iban pasando. Llegué por Armaçao a visitar unos amigos pero
no estaban. Entonces, aprovechando la cercanía, decidí volver a
Pántano una vez más, la última antes de emprender viaje a Uruguay.
En el Bar do
Arante pedí una caipirinha, salía del bar para la playa y me
acercaba a los pescadores. Tenía todo el tiempo del mundo para
disfrutar de la hermosa bahía.
Más tarde
decidí comer y me senté, claro, en el lugar de Ana.
Fue
inevitable leer algunos nuevos mensajes.
“Te vi
pasar al morro, te esperé. Las mañanas más bellas siguen estando
en Solidao. Ana de Santa Fe”.
foto de panoramio-florianópolis.travel |
Al instante
se me revolucionó todo. Ana me había visto en Solidao. ¿Por qué
no me llamaría? Había vuelto al Bar a esperarme seguramente. La
camarera no se acordaba quien podría haber dejado ese mensaje.
Habían pasado algunos días desde que había ido al morro.
La tarde
avanzaba y no sabía si ir ahora a Solidao.
Por algo
puso “las mañanas”. Otra vez un mensaje cambiaba mi sentir.
Quería darle un final diferente a mi historia con Ana.
A la mañana
siguiente temprano ya estaba en Solidao. Esta vez había poca gente y
buscaba la sonrisa ingenua de Ana envuelta en vestido blanco. ¿Qué
hacer cuando la viera? Quería abrazarla, ya no de amor pero sí de
mucho cariño. Iba acercándome a la casa que alquilaban sus padres y
vi que había movimiento en la entrada, lo que sería un patio
delantero con pequeñas vallas.
La casa
estaba al borde de la playa, en le playa misma se podría decir.
Junto a la puerta alguien levantó su brazo en señal de saludo y
creí que era Ana.
Iba
acercándome. Ella estaba sentada a la sombra junto a una ventana,
seguía levantando el brazo y mantenía su sonrisa ingenua de veinte
años atrás.
- Pasa -me dijo, ni bien llegué a la pequeñita puerta de madera que separaba la casa de la playa.
Me acerqué
con otra duda que se confirmaría después.
Le di un
abrazo, un beso en la mejilla y ella volvió a apretarme en otro
abrazo. Reía, entre tierna y alegremente.
- Te vi pasar el otro día, esperé que regresaras del morro pero tú no miraste. Seguías para Pántano y yo había quedado sola. Por eso el mensaje en el Bar.
¿Por qué
no había ido hacia mí para recibirme? No se lo quería preguntar
porque comenzaba a intuirlo.
- No puedo caminar, hace doce años que no doy un paso.
Ana me lo
contó. Se había casado con un compañero de la universidad,
tuvieron dos niños y un accidente en la ruta. Él murió y ella
salvó sus piernas pero le quedaron inmóviles. Afortunadamente sus
hijos no iban en el coche.
Sus padres
habían ayudado a criar a los niños y habían vuelto un par de veces
más a la isla.
- Con mi esposo nunca vine aquí. A mis padres siempre les decía que quería volver a Solidao. Ellos me quieren complacer con lo que quiera y a mí algo me transportaba hasta aquí. Todo tiene un porqué. Me enamoré de esta playa, me enamoré en esta playa, conocí el amor en esta casa... Solidao... soledad, incluso me han dicho que solidao también puede significar soledad de dos. Hasta su nombre resulta perfecto para mí. Este es mi lugar en el mundo aunque tenga que vivir lejos de él.
- Entonces cuando estuve con tu hermana... -comencé a decirle.
- Sí, me lo dijo. Me dio tu dirección, tu número de teléfono. Me alegré mucho pero yo ya estaba como ahora. Si algún día teníamos que vernos debía ser así, como ha sucedido. Yo también pienso que tendríamos que haberle dado otro fin a nuestra historia joven. Pero es que éramos muy jóvenes. Yo no sabía como despedirme. Pero te extrañé. Te extrañé mucho también.
- ¿Quieres ir al Bar do Arante y almorzamos?
- Es muy complicado para mí desplazarme. El mensaje lo dejó mi padre. Se lo escribí yo aquí y él lo llevó.
Veinte años
después estaba frente a Ana. Sus hijos tenían 15 y 13 años y sus
padres se acercaron a saludar. Reímos recordando aquellos días
jóvenes, finalmente almorzamos en esa casa y el padre me confesó
que él, hace veinte años, supo en todo momento los pasos de su hija
en aquellas vacaciones y que nos había “dejado ser”, porque
confiaba en ella, apostó en mí y en nuestra pequeña locura de
amor, en mensajes, en lo Arante. Que él me hubiese invitado a su
mesa el segundo día, cuando aquel primer mensaje que dejé.
Pero
prefirió que nuestra historia la escribiéramos nosotros dos, sólo
nosotros dos. Y que él veía entonces que su hija era feliz y reía
como nunca y buscaba excusas para verme. Y que también vio su carita
triste por el espejo del coche cuando volvían a Santa Fe.
- Sigue siendo mi cuarto -dijo Ana con sonrisa cómplice mientras yo me había quedado mirando la puerta entreabierta.
Nos contamos
nuestras historias de amores y desamores, de hijos adolescentes y
vida hechas y deshechas.
Los años
habían dejado atrás nuestros semblantes jóvenes aunque Ana
mantenía su sonrisa ingenua y sus ojos tiernos. El pelo lo llevaba
más corto pero seguía siendo lacio y castaño. Su cuerpo continuaba
siendo atractivo. Pero sin dudas en todo lo suyo había una sensación
de tristeza.
- Es lógico ¿no? Mi familia y amigos me ayudan a superar mis días y muchas veces río muy feliz junto a los míos, siempre aceptando mi destino. Pero es cierto, tienes razón. Aun así te lo puedo afirmar: tristeza es la palabra más noble que conozco...
- Mañana pasaré a buscarte, ¿dónde quieres ir?
- Mañana estaré ocupada, debo ver el sol y cuidar de Solidao -hablaba Ana mientras reía con frescura-, cualquier lugar que volvamos a ver juntos puede ser peligroso. No quiero hombres en mi vida y tú y yo fuimos más que amigos. Me gusta escribir, ver a mis hijos y dar gracias a mis padres. Para mí es mejor estar sola. Pero al menos nos vamos a despedir mirándonos a los ojos, riendo y sabiendo que los dos seguimos estando.
Dejé mi
dirección a Ana, dejé mi teléfono y en esos tiempos ya también
existían las direcciones de correo electrónico. Podríamos estar
comunicados al menos.
- Te escribiré -aseguró Ana, con sonrisa dulce.
Mientras
tanto yo la abrazaba y hacía fuerza para reír. La miré a los ojos
uno segundos, cerca, cara a cara, con mis manos en sus hombros, con
sus manos en mis brazos. Pero sólo mantuvimos la vista, sin
atrevernos, disimulando deseo, seguramente.
Me fui
caminando la arena de la playa, sintiendo en mi la mirada de Ana,
evitando darme la vuelta para verla otra vez, con ganas de volver
sobre mis pasos y darle otro abrazo, deseando que ella gritara mi
nombre, deseando darme la vuelta para verla otra vez, su dulzura
pegada en mí y quería retroceder veinte años, impedir que viera en
mi mejilla el resultado de mi angustia repentina, agradeciendo que
existieran Anas en el mundo, maldiciendo la crueldad de su destino
mezquino y gritarle con rabia al paisaje que Solidao era aún más
bello por ella.
Dos meses
después recibí un correo. Venía adjunta una foto del Bar do
Arante, justo del lugar donde Ana almorzaba. Y un mensaje:
“Hace 20
años pasé aquí las vacaciones más lindas de mi vida. Pero no me
respondas, no me quieras. Tu libertad te permitirá volver a pasar
por el corazón aquellos días cuantas veces quieras. Disfruta el
recuerdo y así me llevarás, feliz, contigo siempre. Si algún día
te necesito te escribiré. Ana de Santa Fe.”