(Parte 1) - En el Bar do
Arante la conocí. Largo y lacio pelo castaño, semblante risueño y
ojos que delataban inocencia. Estaba almorzando con sus padres y una
hermana pequeña, luego lo sabría.
Con dos
amigos habíamos llegado hasta este restaurante en la playa de
Pántano do Sul, isla de Florianópolis. Nos habían dicho que no
debíamos dejar de visitar este lugar y que además escaparíamos al
turismo normal y consumista del norte de la isla. En el sur
encontraríamos más naturaleza, si cabe.
Resulta que
el propio Arante nos recibió en bienvenida con aguardiente de caña.
Era temprano todavía y no había comensales. Nos invitaron a pasar y
comenzamos a comprender que aquel pedido del flaco era valedero en
toda dimensión.
El Bar do
Arante era mágico. No sólo porque daba a la playa misma sino porque
su estructura ofrecía sencilla naturalidad y se veía un paisaje
increíble donde se combinaban los paseantes de la arena con las
barcas y sus pescadores. La bahía se reservaba para un buen número
de hombres que vivían de la pesca y llegaban a la orilla ofreciendo
lo conseguido en el mar. Esa unidad de lo turístico y lo autóctono
resultaba una mezcla fascinante, increíble de vivirla.
Las mesas de
madera y los bancos parecían construidos artesanalmente. Uno
comenzaba a sentirse como en casa ni bien traspasar la puerta. Pero
lo sublime había comenzado a aparecer ante nuestros ojos en lo
inmediato. Cientos de papelitos pegados a las paredes del
bar-restaurante. Recorriendo con la mirada el amplio local uno se
daba cuenta que serían miles. Mensajes que los clientes dejaban en
las paredes de madera.
“Las
vacaciones más lindas de mi vida”, “... la más dulce luna de
miel...”, “la semana más unida con mi familia”, “por aquí
caminaron las piernas más bellas de mujer...”, “...no hay mejor
pescado que el de Arante...”, “que este lugar nunca pierda su
magia”.
Al principio
el bar era una tienda y Osmarina, la mujer de Arante, comenzó a
preparar allá por los ´60 pescado frito para los viajeros, así fue
dando comienzo al restaurante. Por los ´70 Pántano se convirtió en
referencia para mochileros que para avisar a sus amigos de la llegada
comenzaron a dejar mensajes en la pared del bar. Luego se sumaron
todos en los mensajes.
Saludos de
los más diferentes países, mensajes de amor, de paz. Comenzar a
leer uno nos llevaba a otro, y otro, y otro más. La curiosidad
disparada mientras el alcohol seguía quemando gargantas en un
brindis repentino.
No había
dudas, el almuerzo sería en el Bar do Arante. Por la puerta que da a
la playa pisamos inmediato la arena y comenzamos a caminar. Fuimos
acercándonos a las barcas que llegaban del mar y conocer a los
pescadores en su vida cotidiana. Algún comprador de carne fresca y
los niños del lugar alegrando el mediodía. La playa era grande y
larga para recorrer. Sin dudas Pántano debía ser visitado.
Pasado el
rato volvimos al Bar y nos sentamos dispuestos a almorzar pescado,
que si bien no era nuestra costumbre, no podíamos evadirnos a
saborear lo mejor de la casa. Nos ubicamos en una mesa contra las
ventanas amplias que enseñan la playa y la bahía.
Fue ahí que
la vi por primera vez. Ella, con sus diecisiete años, estaba en la
mesa contigua, sentada junto a la ventana. Nuestras miradas se
cruzaron en medio de mis dos amigos que estaban sentados dando
espalda a sus padres. Fue inevitable sentir algo diferente en ese
leve cruce, más ella lo había hecho sin intención.
Mi mirada se
perdía disimuladamente en su rostro y sobre todo en sus ojos que
ofrecían mucha ternura.
Conversaba
alegremente con su familia, se notaba que la estaban pasando muy
bien.
Pero en todo
el tiempo que estuvimos allí no pareció interesarse en mis
disimuladas miradas. ¿Cómo acercarme a ella? Al menos su padre
hablaba castellano, seguramente serían turistas como nosotros.
Resumiendo,
que había pocas oportunidades para conocerla.
Mi joven
timidez completó el mediodía y la desesperanza ganó terreno. Me
dediqué a compartir con mis amigos, intentar saborear el pescado y
beber algún aguardiente más.
La familia
estaba para levantarse y dejar el Bar.
Mi ilusión
se esfumaba por completo. Mis jóvenes años no sabían aconsejarme
cómo acercarme a ella.
Entonces
surgió lo que no esperaba. El padre se dirigía a la camarera
diciéndole que todo había estado excelente y que al día siguiente
volverían. Ella, mientras tanto, había pedido un papel y escribía
un mensaje que pegaba en la pared mientras su madre la apuraba desde
la puerta.
“Pántano
es una de las playas más lindas, me alegro de haberla conocido. Ana
de Santa Fe”.
Mis amigos
ya se habían percatado de mis sentires y con ironía se rieron
cuando fui a ver de cerca el mensaje. Entonces escribí otro que
pegué deliberadamente bien junto al suyo, superponiéndose con otro
mensaje. Es que las paredes de madera casi no se ven de tanto papel
escrito.
En realidad
no sabía bien qué ponerle. Si al día siguiente volvían a almorzar
allí seguramente su curiosidad le haría leer su mensaje aunque no
se sentara en el mismo sitio.
No firmé ni
puse mi origen. Sólo eso.
Luego de
almorzar volvimos al norte de la isla. Por la tarde paseamos por
Jureré, Canasvieiras, Ingleses, todas playas de corte netamente
turístico. Hermosas ellas y una vida plena con el ir y venir de
gente. Vendedores de todo tipo de cosas y mujeres bonitas por donde
uno dirija la vista. Sin dudas Floripa era un lugar de magia, de
encanto. Pero para mí el sol se había quedado en los ojos de Ana.
¿Dónde se alojaría? ¿En qué lugar de la isla estaba ahora mismo?
En la noche
decidimos salir con mis amigos. Cerca había un local muy grande con
música para bailar. Mucho movimiento juvenil pero yo parecía no
estar allí. Buscaba entre las mil mujeres los ojos de Ana y no los
encontré. El cansancio de la jornada de sol había hecho mella en
nuestros cuerpos y decidimos volver temprano al piso que habíamos
alquilado por unos cuantos días.
A la mañana
siguiente yo sabía mi destino: Pántano. Mis amigos me dijeron que
ellos no querían volver. Preferían visitar la Joaquina, una playa
en el centro de la isla, camino a Pántano. Los dejaría allí y más
tarde me volvería a reunir con ellos. Yo estaba plenamente decidido
a seguir hasta el Bar do Arante, almorzar y esperar.
Llevaba una
mezcla de osadía y timidez. Parecía decidido aunque las dudas
volverían a aparecer luego, lo sabía. ¿Cómo poder conversar con
ella?
Llegué
temprano y me senté en la misma mesa que el día anterior. Mientras
me traían mi primer aguardiente me dediqué a leer otros varios
mensajes. El de ella y el mío continuaban allí, en el mismo sitio.
Cuando Ana
llegó con su familia yo estaba parado viendo mensajes y mis nervios
crecieron. Ella se sentó en el mismo lugar y vio su mensaje, quedó
unos segundos mirando el mío, seguramente intentando descifrarlo. Su
padre, sonriendo, algo le comentó, seguro que del mensaje.
La camarera
trajo mi primer plato y me senté sabiendo que si levantaba la vista
me encontraría con sus ojos. Fue así. Los mantuve con disimulado
interés y ella los sostuvo con más firmeza y como preguntando. Creo
que era la primera vez que se fijaba más detalladamente en mí. Fui
el primero en retirar la vista y seguro que eso me delató.
Estaba con
un vestido veraniego rojo que le quedaba de ensueño y que le marcaba
su figura juvenil.
Su cabellera
lacia continuaba suelta, su sonrisa fresca y sus ojos ingenuos. En
algún momento se puso unos lentes oscuros y sentí que me
controlaría mejor. Yo no hacía nada. Estaba quieto, como en la
silla de los acusados, esperando el juicio. Seguramente no sería
capaz ni de dirigirle la palabra. Esperaba un mágico momento de
oportunidad y osadía. Pero no se dio.
Lo que sí
resultó inevitable fue mirarla toda vez que pude. Recorrer su
cuerpo, extasiarme con su boca y queriendo tocar su pelo. Su sonrisa
enamoraba.
Así pasé
casi una hora, disimulando cobardía.
Estiré mi
almuerzo lo más que pude y por algún momento creí ser un idiota.
Me levanté como para ir a pasear un poco por la sala lateral donde
en la noche había música en vivo. Volví a mi mesa justo cuando
ellos se marchaban. Se repitió la escena. Su padre pagaba la cuenta,
su madre se iba con la niña pequeña rumbo a la puerta y Ana
escribía otro mensaje que pegó junto al mío.
Al irse se
sacó los lentes oscuros y nuestras miradas volvieron a cruzarse. Mis
latidos crecieron al instante y apenas pude me acerqué a leer su
mensaje:
“cada
noche en... ponen la mejor música sertaneja”.
¿Sería la
mejor aventura de mi vida? ¿Mis vacaciones tendrían mayor premio?
Volví a
toda prisa a la Joaquina, ubiqué a mis amigos y comenzó mi tarea de
disuasión. Había que ir a ese lugar y yo que ni sabía cuál era la
música sertaneja.
Nos dimos un
largo baño en las a veces peligrosas olas de la playa que es ideal
para surfistas. Además era ancha, larga y bastante plana. Antes de
partir tomamos una copa en una de las terrazas de un bar y le
preguntamos a una chica camarera sobre la sertaneja.
Resultaba
ser una música del nordeste, similar al country, con piezas movidas
y alegres y otras muy dulces y románticas.
No había
dudas de donde ir esa noche.
Ana estaba
allí. Yo me había vestido con mis mejores pilchas e incluso acepté
un poco de perfume de mis amigos, tema del cual no era muy gustoso.
Pero la noche lo proponía.
Ella
conversaba con otras dos chicas y en el momento que la sertaneja
romántica comenzó a sonar, las parejas de la pista de baile me
hacían sentir que había llegado el momento.
El lugar,
muy acogedor, no era muy grande. Me dejé ver, la observé desde
cierta distancia con insistencia y cuando mi mirada dejaba ver mis
intenciones me acerqué latiendo a mil.
Bailamos
cada vez más juntos. Me invitó a conocer a sus amigas y así
entonces también conocieron a los míos.
Cuando
volvió la sertaneja romántica otra vez a la pista y al poco rato,
después de hablar sencillas cosas, me atreví con la pregunta: ¿es
muy pronto para pedirte un beso?
Ella sonrió.
Sonrió tan dulce como ingenuamente y me abrazó más fuerte,
pegándose. Fue a la siguiente canción en donde volvió a sonreír y
recién allí, con su mirada, me invitó a besarla.
Dejamos a
Ana y sus amigas en donde se hospedaban. Eran tres familias conocidas
que alquilaron en el mismo edificio. Nos encontraríamos al día
siguiente en Jureré.
Costó un
poco pero finalmente pude encontrarla. Tanta cantidad de gente en la
playa servía de algo y fue para disimular nuestro encuentro de sus
padres. Fuimos a caminar, nos metimos en el agua y nos besamos, nos
abrazamos, jugando con el mar.
- ¿Tienes novia? -preguntó.
- Creo que sí... quisiera que fuera tú.
- Pero vivimos a muchos kilómetros, ¿cómo mantener la relación?
Sus palabras
eran la pura verdad. A nuestros jóvenes años la distancia sería
definitiva. Yo quería convencerla que igual podríamos intentarlo,
que ya encontraríamos alguna solución. Que le escribiría, que la
llamaría por teléfono, que intentaría ir a verla.
Quedamos de
no salir esa noche y encontrarnos a la mañana siguiente en la
ciudad.
En la plaza
de Florianópolis existe un gigantesco árbol que da cobijo y sombra
a artesanos, paseantes y veteranos del lugar que juegan al dominó.
Allí estaba Ana con sus amigas esperándome. Se despidió de ellas y
vino hacia mí.
- ¿Conoces este árbol? -me preguntó.
- No.
- Dice la leyenda que aquel que viene por primera vez y camina alrededor de él, volverá.
Abrazados
dimos toda la vuelta al gran árbol de la plaza XV de Novembro y
luego caminamos por la peatonal Felipe Schmidt. Entramos a varios
comercios e insistí en regalarle un vestido de verano que miraba
largamente frente a un espejo.
- Anda, pruébatelo.
Era blanco y
le quedaba hermoso. Se lo dejó puesto y seguimos rumbo al mercado
público estilo colonial en donde había mucha gente. Nos sentamos a
comer en un puesto con una mesa pequeña alta y un par de taburetes.
Quedamos junto al corredor por donde no dejaba de pasar gente y
disfrutamos un buen rato.
Más tarde
volvimos a la plaza, nos encontramos con sus amigas y me ofrecí a
llevarlas nuevamente al norte. Estaba haciendo uso del coche que
habíamos alquilado con mis amigos. El cambio de moneda nos favorecía
mucho en tiempos en donde si te gustaba una cosa te comprabas dos.
Combinamos
para el día siguiente navegar en un barco turístico. Estilo velero,
transita aguas del océano y el destino sería la fortaleza de Santa
Cruz. Construida en 1739 en la isla de Anathomirim, esta fortaleza
nos transportaba a las épocas de la conquista y de las luchas por la
posesión de la isla, último puerto y lugar seguro antes del Río de
la Plata para los osados europeos.
Con Ana nos
alejamos del grupo y caminamos tranquilamente por la fortaleza,
jugando con nuestros sueños, tomándonos de la mano y besándonos en
las antiguas ventanas de piedra que ofrecían desde su altura un
maravilloso espectáculo de aguas oceánicas.
Fue allí,
en una de esas salientes de piedra, abrazándola por su espalda,
mientras mirábamos el inmenso mar, que le besé en el cuello muy
despaciosamente y me animé a susurrarle: “te deseo... Ana”.
En el
regreso el barco se dejó ir y comenzaron a aparecer delfines que
acompañaban nuestro trayecto.
Con alguna
caipirinha en nuestras manos brindamos por tan hermoso día mientras
en el agua los delfines parecían danzar. Cercano a una isla privada
el barco se detuvo y pudimos lanzarnos al mar. El agua en ese lugar,
vaya a saber por cuales razones, hacía que uno se mantuviera a flote
con mínimo esfuerzo.
Nuestros
encuentros seguían a escondidas de sus padres y contando los días
para la despedida. Mis amigos disfrutaban a su manera y pasaban de
mí, que los había defraudado.
- Mañana almorzamos en el Bar do Arante, -dijo Ana- será difícil que nos veamos, nos vamos el domingo.
- Nos vemos en la noche, entonces -contesté.
- Es que para estos últimos días mis padres alquilaron una casa en el sur, también me separaré de mis amigas.
Al mediodía
siguiente estaba envalentonado y me senté en el Bar do Arante
pidiendo un aguardiente.
Ana y su
familia se sentaron en la mesa de siempre y yo no sabía que hacer.
Ella sonreía como siempre pero tenía un dejo de tristeza en su
gesto. Yo creía que la estaba conociendo. Apenas me miraba y yo no
quería aceptar que ya nos hubiésemos despedido.
El tiempo
pasó y ellos ya se iban. La madre y la pequeña primeros, el padre
pagaba la cuenta y cuando junté fuerzas para dirigirme a ella vi que
escribía un mensaje que pegaba junto a los nuestros. Me detuve y la
dejé ir.
“Las
mañanas más bellas están en Solidao.”
- ¿Dónde está Solidao? -pregunté a la camarera.
- Allí... mira.
Por los
ventanales del Bar do Arante la chica me señalaba una playa,
contigua a Pántano.
- Si quieres hasta puedes ir caminando.
A la mañana
siguiente yo estaba en Solidao. Increíble belleza natural de esta
playa, cercada por viviendas planas que adornaban el paisaje, que no
lo invadían.
Había poca
gente y comencé a caminarla hasta que finalmente la encontré. Mis
ojos se iluminaron. Venía hacia mi riendo ingenuamente con el
veraniego vestido blanco que parecía la había hecho emerger del
mar. Su pelo lacio castaño suelto, dividido en dos, tenía un color
especial aquella mañana y sus ojos estaban tiernos como nunca.
Metros antes
de encontrarnos se paró y riendo giró en si misma ofreciendo su
figura y el vestido blanco.
Foto de panoramio-florianópolis.travel |
- Ven, caminemos para aquel lado -dijo.
Estar con
Ana en Solidao era como estar en el paraíso.
- Mis padres volverán al Bar do Arante este mediodía, pero les dije que quería estar sola en la playa.
Nos bañamos
en las aguas de Solidao en donde la abracé toda vez que pude, en
donde ella reía por escapar y en donde nos tiramos agua a cada rato,
también arena para volver al mar.
A la hora
señalada Ana me miró dulcemente y susurró: “vamos”.
Su familia
ya había marchado al Bar do Arante. Ana me llevó hasta la casa que
alquilaban y me hizo entrar hasta su cuarto, puso sus manos en mis
hombros y acercándose, mirada fija en mis ojos, dijo suavemente:
“también te deseo”.
Puso música
sertaneja romántica y de espaldas a mí dejó caer su veraniego
vestido blanco. Con nervios y suave pasión se fueron sucediendo las
cosas y amé a Ana lo mejor que pude, fundido en nervios, brazos y
abrazos, en te quieros y lágrimas furtivas que adelantaban la
despedida y final.
Intentamos
dejar todo tal cual había quedado, escribió un mensaje a sus padres
y señalando un morro me preguntó: “¿me llevas?”.
Junto a la
playa de Solidao hay un morro que tiene un sendero por el cual se
puede ir caminando para pasar de un lado a otro. Un paseo con sol y
naturaleza plena y una belleza deslumbrante cuando se está en lo más
alto del morro.
Con la vista
impresionante del océano abracé a Ana por detrás, la protegí
largos minutos y le dije: “te quiero”.
Las islas en
el horizonte fueron testigos de mi sentimiento. El cálido día de
sol acompañaba esta simulación de estar en el paraíso.
Seguimos el
paseo y comenzamos a bajar por el otro lado del morro. Frondosa
vegetación a veces, otra gente caminando y de repente al llegar
abajo una preciosa playa con rocas. Sólo se podía llegar a ella
caminando por el morro, pero el que lo hacía recibía un privilegio
irrepetible. Un lugar de ensueño, de suma paz y un escondido
lugarcito de arena entre las rocas para volver a amar a Ana, con el
agua de las olas alcanzando nuestros pies.
Volvimos a
Solidao.
- Ahora debes irte que ya mis padres estarán en la casa. Mañana puedes venirte al Bar do Arante y nos despediremos, ya veremos allí como podremos seguir comunicándonos, me dejarás tu dirección, algún teléfono...- Yo volveré, -le dije- di vuelta al árbol de la plaza y sé que volveré.
Mis amigos
también habían hecho sus vacaciones muy agradables a pesar de mi
lejanía. Al día siguiente era domingo y partí rumbo a Pántano do
Sul.
Pensaba que
Ana me presentaría a su familia y me iba preparando para la ocasión,
ensayando posibles y nerviosos diálogos.
Llegué al
Bar do Arante y saludé con sonrisa abierta a la camarera ya
conocida. Le pedí un aguardiente y me dirigí a la mesa de siempre.
Allí
estaban todavía nuestros mensajes.
Allí estaba
también un nuevo mensaje.
“He pasado
aquí las vacaciones más lindas de mi vida. Ahora ya estoy volviendo
a casa. Ana de Santa Fe”.
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