LA CANCIÓN DEL PARIA

"... y siempre voy vagando... y si algún día siente, mi espíritu, apagarse la fe que lo alumbró, sabré morir de angustia, más, sin doblar la frente, sabré matar mi alma... pero arrastrarla no" (O. Fernández Ríos)

viernes, 23 de diciembre de 2016

EL BAR DO ARANTE - Historia de amor con Ana

(Parte 1) - En el Bar do Arante la conocí. Largo y lacio pelo castaño, semblante risueño y ojos que delataban inocencia. Estaba almorzando con sus padres y una hermana pequeña, luego lo sabría.
Con dos amigos habíamos llegado hasta este restaurante en la playa de Pántano do Sul, isla de Florianópolis. Nos habían dicho que no debíamos dejar de visitar este lugar y que además escaparíamos al turismo normal y consumista del norte de la isla. En el sur encontraríamos más naturaleza, si cabe.
Resulta que el propio Arante nos recibió en bienvenida con aguardiente de caña. Era temprano todavía y no había comensales. Nos invitaron a pasar y comenzamos a comprender que aquel pedido del flaco era valedero en toda dimensión.
El Bar do Arante era mágico. No sólo porque daba a la playa misma sino porque su estructura ofrecía sencilla naturalidad y se veía un paisaje increíble donde se combinaban los paseantes de la arena con las barcas y sus pescadores. La bahía se reservaba para un buen número de hombres que vivían de la pesca y llegaban a la orilla ofreciendo lo conseguido en el mar. Esa unidad de lo turístico y lo autóctono resultaba una mezcla fascinante, increíble de vivirla.
Las mesas de madera y los bancos parecían construidos artesanalmente. Uno comenzaba a sentirse como en casa ni bien traspasar la puerta. Pero lo sublime había comenzado a aparecer ante nuestros ojos en lo inmediato. Cientos de papelitos pegados a las paredes del bar-restaurante. Recorriendo con la mirada el amplio local uno se daba cuenta que serían miles. Mensajes que los clientes dejaban en las paredes de madera.
Las vacaciones más lindas de mi vida”, “... la más dulce luna de miel...”, “la semana más unida con mi familia”, “por aquí caminaron las piernas más bellas de mujer...”, “...no hay mejor pescado que el de Arante...”, “que este lugar nunca pierda su magia”.
Al principio el bar era una tienda y Osmarina, la mujer de Arante, comenzó a preparar allá por los ´60 pescado frito para los viajeros, así fue dando comienzo al restaurante. Por los ´70 Pántano se convirtió en referencia para mochileros que para avisar a sus amigos de la llegada comenzaron a dejar mensajes en la pared del bar. Luego se sumaron todos en los mensajes.
Saludos de los más diferentes países, mensajes de amor, de paz. Comenzar a leer uno nos llevaba a otro, y otro, y otro más. La curiosidad disparada mientras el alcohol seguía quemando gargantas en un brindis repentino.
No había dudas, el almuerzo sería en el Bar do Arante. Por la puerta que da a la playa pisamos inmediato la arena y comenzamos a caminar. Fuimos acercándonos a las barcas que llegaban del mar y conocer a los pescadores en su vida cotidiana. Algún comprador de carne fresca y los niños del lugar alegrando el mediodía. La playa era grande y larga para recorrer. Sin dudas Pántano debía ser visitado.
Pasado el rato volvimos al Bar y nos sentamos dispuestos a almorzar pescado, que si bien no era nuestra costumbre, no podíamos evadirnos a saborear lo mejor de la casa. Nos ubicamos en una mesa contra las ventanas amplias que enseñan la playa y la bahía.

Fue ahí que la vi por primera vez. Ella, con sus diecisiete años, estaba en la mesa contigua, sentada junto a la ventana. Nuestras miradas se cruzaron en medio de mis dos amigos que estaban sentados dando espalda a sus padres. Fue inevitable sentir algo diferente en ese leve cruce, más ella lo había hecho sin intención.
Mi mirada se perdía disimuladamente en su rostro y sobre todo en sus ojos que ofrecían mucha ternura.
Conversaba alegremente con su familia, se notaba que la estaban pasando muy bien.
Pero en todo el tiempo que estuvimos allí no pareció interesarse en mis disimuladas miradas. ¿Cómo acercarme a ella? Al menos su padre hablaba castellano, seguramente serían turistas como nosotros.
Resumiendo, que había pocas oportunidades para conocerla.
Mi joven timidez completó el mediodía y la desesperanza ganó terreno. Me dediqué a compartir con mis amigos, intentar saborear el pescado y beber algún aguardiente más.
La familia estaba para levantarse y dejar el Bar.
Mi ilusión se esfumaba por completo. Mis jóvenes años no sabían aconsejarme cómo acercarme a ella.
Entonces surgió lo que no esperaba. El padre se dirigía a la camarera diciéndole que todo había estado excelente y que al día siguiente volverían. Ella, mientras tanto, había pedido un papel y escribía un mensaje que pegaba en la pared mientras su madre la apuraba desde la puerta.

Pántano es una de las playas más lindas, me alegro de haberla conocido. Ana de Santa Fe”.

Mis amigos ya se habían percatado de mis sentires y con ironía se rieron cuando fui a ver de cerca el mensaje. Entonces escribí otro que pegué deliberadamente bien junto al suyo, superponiéndose con otro mensaje. Es que las paredes de madera casi no se ven de tanto papel escrito.

Y yo a ti...”
Foto de Dircinha-flickriver.com

En realidad no sabía bien qué ponerle. Si al día siguiente volvían a almorzar allí seguramente su curiosidad le haría leer su mensaje aunque no se sentara en el mismo sitio.
No firmé ni puse mi origen. Sólo eso.
Luego de almorzar volvimos al norte de la isla. Por la tarde paseamos por Jureré, Canasvieiras, Ingleses, todas playas de corte netamente turístico. Hermosas ellas y una vida plena con el ir y venir de gente. Vendedores de todo tipo de cosas y mujeres bonitas por donde uno dirija la vista. Sin dudas Floripa era un lugar de magia, de encanto. Pero para mí el sol se había quedado en los ojos de Ana. ¿Dónde se alojaría? ¿En qué lugar de la isla estaba ahora mismo?
En la noche decidimos salir con mis amigos. Cerca había un local muy grande con música para bailar. Mucho movimiento juvenil pero yo parecía no estar allí. Buscaba entre las mil mujeres los ojos de Ana y no los encontré. El cansancio de la jornada de sol había hecho mella en nuestros cuerpos y decidimos volver temprano al piso que habíamos alquilado por unos cuantos días.
A la mañana siguiente yo sabía mi destino: Pántano. Mis amigos me dijeron que ellos no querían volver. Preferían visitar la Joaquina, una playa en el centro de la isla, camino a Pántano. Los dejaría allí y más tarde me volvería a reunir con ellos. Yo estaba plenamente decidido a seguir hasta el Bar do Arante, almorzar y esperar.
Llevaba una mezcla de osadía y timidez. Parecía decidido aunque las dudas volverían a aparecer luego, lo sabía. ¿Cómo poder conversar con ella?
Llegué temprano y me senté en la misma mesa que el día anterior. Mientras me traían mi primer aguardiente me dediqué a leer otros varios mensajes. El de ella y el mío continuaban allí, en el mismo sitio.
Cuando Ana llegó con su familia yo estaba parado viendo mensajes y mis nervios crecieron. Ella se sentó en el mismo lugar y vio su mensaje, quedó unos segundos mirando el mío, seguramente intentando descifrarlo. Su padre, sonriendo, algo le comentó, seguro que del mensaje.
La camarera trajo mi primer plato y me senté sabiendo que si levantaba la vista me encontraría con sus ojos. Fue así. Los mantuve con disimulado interés y ella los sostuvo con más firmeza y como preguntando. Creo que era la primera vez que se fijaba más detalladamente en mí. Fui el primero en retirar la vista y seguro que eso me delató.
Estaba con un vestido veraniego rojo que le quedaba de ensueño y que le marcaba su figura juvenil.
Su cabellera lacia continuaba suelta, su sonrisa fresca y sus ojos ingenuos. En algún momento se puso unos lentes oscuros y sentí que me controlaría mejor. Yo no hacía nada. Estaba quieto, como en la silla de los acusados, esperando el juicio. Seguramente no sería capaz ni de dirigirle la palabra. Esperaba un mágico momento de oportunidad y osadía. Pero no se dio.
Lo que sí resultó inevitable fue mirarla toda vez que pude. Recorrer su cuerpo, extasiarme con su boca y queriendo tocar su pelo. Su sonrisa enamoraba.
Así pasé casi una hora, disimulando cobardía.
Estiré mi almuerzo lo más que pude y por algún momento creí ser un idiota. Me levanté como para ir a pasear un poco por la sala lateral donde en la noche había música en vivo. Volví a mi mesa justo cuando ellos se marchaban. Se repitió la escena. Su padre pagaba la cuenta, su madre se iba con la niña pequeña rumbo a la puerta y Ana escribía otro mensaje que pegó junto al mío.
Al irse se sacó los lentes oscuros y nuestras miradas volvieron a cruzarse. Mis latidos crecieron al instante y apenas pude me acerqué a leer su mensaje:


cada noche en... ponen la mejor música sertaneja”.

¿Sería la mejor aventura de mi vida? ¿Mis vacaciones tendrían mayor premio?
Volví a toda prisa a la Joaquina, ubiqué a mis amigos y comenzó mi tarea de disuasión. Había que ir a ese lugar y yo que ni sabía cuál era la música sertaneja.
Nos dimos un largo baño en las a veces peligrosas olas de la playa que es ideal para surfistas. Además era ancha, larga y bastante plana. Antes de partir tomamos una copa en una de las terrazas de un bar y le preguntamos a una chica camarera sobre la sertaneja.
Resultaba ser una música del nordeste, similar al country, con piezas movidas y alegres y otras muy dulces y románticas.
No había dudas de donde ir esa noche.

Ana estaba allí. Yo me había vestido con mis mejores pilchas e incluso acepté un poco de perfume de mis amigos, tema del cual no era muy gustoso. Pero la noche lo proponía.
Ella conversaba con otras dos chicas y en el momento que la sertaneja romántica comenzó a sonar, las parejas de la pista de baile me hacían sentir que había llegado el momento.
El lugar, muy acogedor, no era muy grande. Me dejé ver, la observé desde cierta distancia con insistencia y cuando mi mirada dejaba ver mis intenciones me acerqué latiendo a mil.
Bailamos cada vez más juntos. Me invitó a conocer a sus amigas y así entonces también conocieron a los míos.
Cuando volvió la sertaneja romántica otra vez a la pista y al poco rato, después de hablar sencillas cosas, me atreví con la pregunta: ¿es muy pronto para pedirte un beso?
Ella sonrió. Sonrió tan dulce como ingenuamente y me abrazó más fuerte, pegándose. Fue a la siguiente canción en donde volvió a sonreír y recién allí, con su mirada, me invitó a besarla.
Dejamos a Ana y sus amigas en donde se hospedaban. Eran tres familias conocidas que alquilaron en el mismo edificio. Nos encontraríamos al día siguiente en Jureré.
Costó un poco pero finalmente pude encontrarla. Tanta cantidad de gente en la playa servía de algo y fue para disimular nuestro encuentro de sus padres. Fuimos a caminar, nos metimos en el agua y nos besamos, nos abrazamos, jugando con el mar.
  • ¿Tienes novia? -preguntó.
  • Creo que sí... quisiera que fuera tú.
  • Pero vivimos a muchos kilómetros, ¿cómo mantener la relación?

Sus palabras eran la pura verdad. A nuestros jóvenes años la distancia sería definitiva. Yo quería convencerla que igual podríamos intentarlo, que ya encontraríamos alguna solución. Que le escribiría, que la llamaría por teléfono, que intentaría ir a verla.
Quedamos de no salir esa noche y encontrarnos a la mañana siguiente en la ciudad.

En la plaza de Florianópolis existe un gigantesco árbol que da cobijo y sombra a artesanos, paseantes y veteranos del lugar que juegan al dominó. Allí estaba Ana con sus amigas esperándome. Se despidió de ellas y vino hacia mí.
  • ¿Conoces este árbol? -me preguntó.
  • No.
  • Dice la leyenda que aquel que viene por primera vez y camina alrededor de él, volverá.

Abrazados dimos toda la vuelta al gran árbol de la plaza XV de Novembro y luego caminamos por la peatonal Felipe Schmidt. Entramos a varios comercios e insistí en regalarle un vestido de verano que miraba largamente frente a un espejo.
  • Anda, pruébatelo.

Era blanco y le quedaba hermoso. Se lo dejó puesto y seguimos rumbo al mercado público estilo colonial en donde había mucha gente. Nos sentamos a comer en un puesto con una mesa pequeña alta y un par de taburetes. Quedamos junto al corredor por donde no dejaba de pasar gente y disfrutamos un buen rato.

Más tarde volvimos a la plaza, nos encontramos con sus amigas y me ofrecí a llevarlas nuevamente al norte. Estaba haciendo uso del coche que habíamos alquilado con mis amigos. El cambio de moneda nos favorecía mucho en tiempos en donde si te gustaba una cosa te comprabas dos.
Combinamos para el día siguiente navegar en un barco turístico. Estilo velero, transita aguas del océano y el destino sería la fortaleza de Santa Cruz. Construida en 1739 en la isla de Anathomirim, esta fortaleza nos transportaba a las épocas de la conquista y de las luchas por la posesión de la isla, último puerto y lugar seguro antes del Río de la Plata para los osados europeos.
Con Ana nos alejamos del grupo y caminamos tranquilamente por la fortaleza, jugando con nuestros sueños, tomándonos de la mano y besándonos en las antiguas ventanas de piedra que ofrecían desde su altura un maravilloso espectáculo de aguas oceánicas.
Fue allí, en una de esas salientes de piedra, abrazándola por su espalda, mientras mirábamos el inmenso mar, que le besé en el cuello muy despaciosamente y me animé a susurrarle: “te deseo... Ana”.
En el regreso el barco se dejó ir y comenzaron a aparecer delfines que acompañaban nuestro trayecto.
Con alguna caipirinha en nuestras manos brindamos por tan hermoso día mientras en el agua los delfines parecían danzar. Cercano a una isla privada el barco se detuvo y pudimos lanzarnos al mar. El agua en ese lugar, vaya a saber por cuales razones, hacía que uno se mantuviera a flote con mínimo esfuerzo.
Nuestros encuentros seguían a escondidas de sus padres y contando los días para la despedida. Mis amigos disfrutaban a su manera y pasaban de mí, que los había defraudado.
  • Mañana almorzamos en el Bar do Arante, -dijo Ana- será difícil que nos veamos, nos vamos el domingo.
  • Nos vemos en la noche, entonces -contesté.
  • Es que para estos últimos días mis padres alquilaron una casa en el sur, también me separaré de mis amigas.

Al mediodía siguiente estaba envalentonado y me senté en el Bar do Arante pidiendo un aguardiente.
Ana y su familia se sentaron en la mesa de siempre y yo no sabía que hacer. Ella sonreía como siempre pero tenía un dejo de tristeza en su gesto. Yo creía que la estaba conociendo. Apenas me miraba y yo no quería aceptar que ya nos hubiésemos despedido.
El tiempo pasó y ellos ya se iban. La madre y la pequeña primeros, el padre pagaba la cuenta y cuando junté fuerzas para dirigirme a ella vi que escribía un mensaje que pegaba junto a los nuestros. Me detuve y la dejé ir.

Las mañanas más bellas están en Solidao.”

  • ¿Dónde está Solidao? -pregunté a la camarera.
  • Allí... mira.

Por los ventanales del Bar do Arante la chica me señalaba una playa, contigua a Pántano.
  • Si quieres hasta puedes ir caminando.

A la mañana siguiente yo estaba en Solidao. Increíble belleza natural de esta playa, cercada por viviendas planas que adornaban el paisaje, que no lo invadían.
Había poca gente y comencé a caminarla hasta que finalmente la encontré. Mis ojos se iluminaron. Venía hacia mi riendo ingenuamente con el veraniego vestido blanco que parecía la había hecho emerger del mar. Su pelo lacio castaño suelto, dividido en dos, tenía un color especial aquella mañana y sus ojos estaban tiernos como nunca.
Metros antes de encontrarnos se paró y riendo giró en si misma ofreciendo su figura y el vestido blanco.
Foto de panoramio-florianópolis.travel

  • Ven, caminemos para aquel lado -dijo.
Estar con Ana en Solidao era como estar en el paraíso.
  • Mis padres volverán al Bar do Arante este mediodía, pero les dije que quería estar sola en la playa.
Nos bañamos en las aguas de Solidao en donde la abracé toda vez que pude, en donde ella reía por escapar y en donde nos tiramos agua a cada rato, también arena para volver al mar.
A la hora señalada Ana me miró dulcemente y susurró: “vamos”.
Su familia ya había marchado al Bar do Arante. Ana me llevó hasta la casa que alquilaban y me hizo entrar hasta su cuarto, puso sus manos en mis hombros y acercándose, mirada fija en mis ojos, dijo suavemente: “también te deseo”.
Puso música sertaneja romántica y de espaldas a mí dejó caer su veraniego vestido blanco. Con nervios y suave pasión se fueron sucediendo las cosas y amé a Ana lo mejor que pude, fundido en nervios, brazos y abrazos, en te quieros y lágrimas furtivas que adelantaban la despedida y final.
Intentamos dejar todo tal cual había quedado, escribió un mensaje a sus padres y señalando un morro me preguntó: “¿me llevas?”.
Junto a la playa de Solidao hay un morro que tiene un sendero por el cual se puede ir caminando para pasar de un lado a otro. Un paseo con sol y naturaleza plena y una belleza deslumbrante cuando se está en lo más alto del morro.
Con la vista impresionante del océano abracé a Ana por detrás, la protegí largos minutos y le dije: “te quiero”.
Las islas en el horizonte fueron testigos de mi sentimiento. El cálido día de sol acompañaba esta simulación de estar en el paraíso.
Seguimos el paseo y comenzamos a bajar por el otro lado del morro. Frondosa vegetación a veces, otra gente caminando y de repente al llegar abajo una preciosa playa con rocas. Sólo se podía llegar a ella caminando por el morro, pero el que lo hacía recibía un privilegio irrepetible. Un lugar de ensueño, de suma paz y un escondido lugarcito de arena entre las rocas para volver a amar a Ana, con el agua de las olas alcanzando nuestros pies.
Volvimos a Solidao.
  • Ahora debes irte que ya mis padres estarán en la casa. Mañana puedes venirte al Bar do Arante y nos despediremos, ya veremos allí como podremos seguir comunicándonos, me dejarás tu dirección, algún teléfono...
    - Yo volveré, -le dije- di vuelta al árbol de la plaza y sé que volveré.

Mis amigos también habían hecho sus vacaciones muy agradables a pesar de mi lejanía. Al día siguiente era domingo y partí rumbo a Pántano do Sul.
Pensaba que Ana me presentaría a su familia y me iba preparando para la ocasión, ensayando posibles y nerviosos diálogos.
Llegué al Bar do Arante y saludé con sonrisa abierta a la camarera ya conocida. Le pedí un aguardiente y me dirigí a la mesa de siempre.
Allí estaban todavía nuestros mensajes.
Allí estaba también un nuevo mensaje.

He pasado aquí las vacaciones más lindas de mi vida. Ahora ya estoy volviendo a casa. Ana de Santa Fe”.




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